miércoles, 9 de abril de 2008

La Última Llamada

La lluvia chocaba estrepitosamente contra las viejas tejas, mientras el ruido y la noche se hacían uno solo, y mi cuerpo casi muerto e inamovible intentaba mantenerse vivo y escondido detrás de las cajas del almacén aunque fuera sólo un segundo más.

Estaba arrinconado, en la que era la peor situación en la que me había visto jamás. Mi mirada se perdía y se desenfocaba, la vida se me estaba yendo por segundos y yo no podía hacer nada. La sangre corría por mi pierna, provocada por un disparo; mi rostro, antes esbelto y lleno de vigor, se encontraba desfigurado por los golpes. La sangre brotaba sin cesar, y yo era consciente de que no me quedaban muchos segundos de vida.

Axel Dennis me esperaba fuera, junto con los demás policías. Mi padre, Leonardo, me buscaba sin cesar por todo el almacén para arrebatarme la vida. Fue entonces cuando sonó el móvil, impredeciblemente para mí, y como ateniéndome a la idea de que cualquier cosa podría salvarme en aquel momento, lo cogí sin mirar quien era.

- Leonardo...

- Sonia, Sonia...

- ¿Estás llorando?

Un gemido le contestó.

- ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde estás?

La respiración se entrecortaba mientras se aceleraba. Mi corazón daba los últimos latidos forzándose testarudamente por seguir viviendo.

- Estoy... estoy en el almacen de Dawson. Oh, Sonia... - Mi mente se confundía y lanzaba palabras totalmente incoherentes a mis labios. - Necesito salir de aquí... no puedo hablar mucho tiempo.

Me sujeté contra la pared, oculto en una esquina, rezando porque mi padre no diera con mi paradero. Oía sus gritos y sus golpes, cada vez más cercanos, y sabía que en cuanto me viera u oyese, ese sería mi fin. La sangre se agolpaba en mi pantalón, la herida del pecho constante pero pequeña estaba soplando mi vida por segundos. Yo llamaba a mi don, pero éste no contestaba.

- Iré a buscarte, no te preocupes...

- No, Sonia, no puedo salir de aquí... La policía está esperando fuera, y estoy herido... muy herido. No sé porqué se han complicado las cosas, no sé porqué, no sé qué hice... no sé qué estoy haciendo, Sonia.

Sonia lloraba al otro lado porque aunque no sabía nada, lo sabía todo. Su mente comenzó a atar cabos, e intuyó por razones obvias porqué me buscaba la policía y porqué alguien quería matarme. No sabía el porqué, pero era consciente de que yo, por todo lo que yo era, merecía morir a manos de otro.

Las cosas parecían perfectas días antes, y sin embargo una serie de coincidencias cuya naturaleza no busco comprender, me la jugó a mí y a mi don. Y ahora en ese momento sólo era un humano más apunto de morir, tan vulgar y huraño como todos los demás. No parecía siquiera yo. Estaba sufriendo, casi por primera vez en mi vida, un dolor en el corazón tan agudo como constante.

- Tengo que decirte algo, no cuelgues...

Su voz aumentaba en emotividad, una fuerte sensación de cariño, ternura y amor que se mezclaba líquidamente con el sufrimiento más agonizante de la existencia. Probablemente Sonia, en otro sentido de la palabra, también estuviera agonizando su muerte.

- Estoy embarazada.

La muerte me importó menos entonces, o más, después. Aún cuando lo veía todo negro, y todo parecía indicar que mi padre me encontraría, y la muerte ya me sonreía desde la sombra más profunda del almacén de Dawson, lo cierto es que, incomprensiblemente, todavía me quedaban 3 días de vida.

lunes, 28 de enero de 2008

El Viaje (II): La Caída


Había presenciado desde un primer término la decadencia y destrucción de toda su familia. Había visto, uno por uno, cómo morían sus hermanos, sus hijos, sus familias, sus nietos. Había visto cómo él mismo había creado el mal, cómo lo había alimentado y cómo lo había propulsado, pensando que lo podría controlar. Los hechos, sin embargo, se le fueron de las manos, y ahora estaba allí, en aquel tren, mirando llover por la ventana, con un paisaje verde y nublado, triste como su corazón, y frío como su talante, intentando salvar los únicos miembros vivos de la familia, antaño grande y poderosa, Stigliari. El joven Dante, el experimentado Francesco, el bebé Leonardo… debía salvarlos a todos si quería que la extirpe no se extinguiera y quedara un rayo de esperanza sobre la Tierra.

Salvatore Stigliari sólo podía mirar apesadumbrado por la ventana. Con los ojos encharcados en lágrimas por la vejez, su mirada había ido perdiendo vitalidad en los últimos años; años en los que se había dado perfecta y total cuenta de la magnitud de los errores que había cometido en vida. Se odiaba a sí mismo, y odiaba la soberbia que le caracterizaba a él, a su padre, y al padre de su padre, y a sus hijos, y probablemente, si Dante y Leonardo vivían, a los hijos de sus hijos. Recordaba, con cierta nostalgia, los viejos y buenos tiempos. Tiempos en los que gozaba de buena salud, su familia era numerosa, opulenta y tremendamente poderosa. Tenía un imperio y se sentía orgulloso de crear lo que había creado. Su padre, en los últimos años de su vida, se había mostrado orgulloso de cómo había sacado la familia a flote y había hecho brillar el apellido Stigliari en el conocimiento más oculto e inmutable de los secretos humanos. Su padre le había conferido un secreto de proporciones inmensas, y así, Salvatore, tendría que comunicárselo a uno, y sólo a uno de sus siete hijos varones. Porque así había sido siempre, y el padre de su padre lo sabía, y el de su padre; de este modo ascendiendo en el árbol genealógico hasta llegar al momento del Suceso. Ocho generaciones antes el poder de los Stigliari les fue concedido por una fuerza mayor. Azar, lo llaman algunos; la Suerte, otros. Fortuna, como uno de los nombres más comunes de la historia, se les hizo visible a los Stigliari y éstos conocieron una de las grandes verdades. Es por esto que el apellido Stigliari gozaba de prestigio, pero sólo entre aquellos que intuían o habían oído rumores sobre el gran Suceso, porque si algo era cierto es que los Stigliari nunca fueron sospechosos de nada, debido en gran parte a la solvencia y responsabilidad con que cada padre de familia de esas ocho generaciones había suministrado ese Secreto. El Secreto podría haber sido un poder, un arma, que podía otorgar mayores riquezas que cuanto dinero hubiera en el mundo. Pero asimismo resultaba inimaginable para la comprensión humana.

Pero la solvencia no había sido la mayor característica de Salvatore, si no la soberbia y la avaricia, la ambición y la prepotencia, y esto había ocasionado que, a sus 70 años, Salvatore estuviera huyendo de un destino, que él en sus más profundas entrañas, era consciente que no podía esquivar. Sabía que pagaría sus errores, tarde o temprano. El propio Salvatore había engendrado la causa de su destrucción, de la caída de todo lo que había construído. No lo pudo ver antes porque su orgullo le cegó, y todos sus secretos, todo su poder, se volvió nulo. Oculto en un pequeño pueblo del sur de Italia, Salvatore se había resignado a pasar sus últimos años, intentando olvidar la masacre que había presenciado. Había visto cómo tres de sus hijos se revelaban contra el resto de Stigliari. Encabezados por el magnánimo y joven Leonardo, que con veinte años era el segundo hijo más pequeño de Salvatore, y junto a sus hermanos Giulo y y Donatus, urdieron un plan perfecto para acabar con los demás y hacerse con los secretos de la familia. Resultaba impensable todavía para Salvatore cómo podían ellos tres conocer el hecho de que la familia debía todas sus riquezas a un solo Secreto, ya que éste sólo era traspasado del cabeza de familia a uno de sus hijos en un acto totalmente discreto. Una vez comunicado el Secreto al hijo elegido, éste, por el bien de la familia y la propia integridad del Secreto, debía guardarlo hasta elegir al hijo que llevaría la responsabilidad a partir de entonces y que, por tanto, sería el nuevo cabeza de familiar. Salvatore, por aquellas épocas, todavía no había elegido a qué hijo le conferiría el secreto, aunque ciertamente el que más papeletas poseía era Francesco, el mayor de los siete, que demostraba sobriedad, responsabilidad y gran madurez, y su hijo Dante resultaba un fiero niño con mucha vitalidad y perspicacia en su interior.

Así, el plan de los tres hijos menores de la familia Stigliari se cumplía en una noche, para evitar supervivientes y posibles reorganizaciones. Asesinaron, en menos de ocho horas, a veinticinco personas de la familia Stigliari, con el silencio de la madrugada como único testigo. Salvatore vio cómo su propio hijo, Leonardo, con los ojos sedientos de sangre y poseídos por la ira, entraba en su casa a mitad de madrugada y asesinaba a su mujer y dos de sus nietos, con frialdad y golpes secos y contundentes. Sin dudar, y con la sangre hirviendo en sus venas, carente de sentimientos, le arrebató el Secreto, tan fácilmente como uno respira o da un salto. Puede parecer paradójico para tratarse de un poder con tanta trascendencia, pero el simple hecho de la traición dejaba totalmente vulnerable al Secreto para manos totalmente corrompidas, y Leonardo, con su audacia y habilidad, había actuado mucho más rápidamente que Salvatore, y le había demostrado que su legado estaba llegando a su fin. Con las pocas fuerzas que le quedaban, Salvatore entabló una lucha con Leonardo, pero fue vencido. Francesco, mucho más poderoso, corpulento, y ágil en la batalla que Leonardo, apareció cuando Leonardo se disponía a asesinar al pobre anciano. Leonardo, consciente de sus posibilidades y malherido en el pecho, huyó, con el Secreto bajo su poder, jurando destruirlos a todos y ser el único (dijo único con la ambición poseyendo cada célula de su cuerpo) Stigliari vivo y merecedor del Secreto. Giulio y Donatus se encargaron de los tres hermanos restantes y sus familias.



Durante los siguientes años, Leonardo, Giulio y Donatus buscaron incesantemente a los tres miembros restantes de la familia, Francesco, Salvatore y el joven Dante, pero fue inútil. Giulio era totalmente partícipe de abandonar la búsqueda, no creía que fuera realmente peligrosa la presencia de tres miembros que se habían autoexiliado, pero Leonardo, en búsqueda de la perfección, no quería dejar ningún cabo suelto. Además, Giulio, después de asesinar a la mujer de Francesco, y en una lucha encarnizada con éste, había perdido un brazo y tenía en alta estima al otro como para arriesgarse a perderlo.

Poco más sabía Salvatore. Desde aquella noche, hacía casi diez años, se encargó de ocultarse y llevar una vida tranquila, ordenó a Francesco a salir del país, porque Leonardo deseaba matarlos a todos. No obstante, el pasado volvió cuando los pequeños restos de su don le hicieron notar que había un miembro más en la familia: supo que Leonardo había engendrado a un niño. “Un niño”, había pensado él. Esperanzado por lo que aquello significaba y por la noticia de que Leonardo no tenía constancia de tal hecho, Salvatore se dispuso a darle a aquel niño un futuro prometedor que quizá contaba con la resurrección del apellido Stigliari entre sus cometidos. Pero la vejez y la inocencia pecaron en su lugar. Salvatore había olvidado que Leonardo poseía el Secreto y que, aunque no había recibido instrucciones sobre cómo manejarlo, en los últimos diez años habría aprendido por intuición propia a hacerlo. Y el don que habría adquirido le habría hecho saber que sangre de su sangre estaba a punto de ver el mundo. Fue entonces cuando su vida se volvió una frenética cuenta atrás para poder salvar su apellido, y el futuro de muchísimas personas.

No obstante, Salvatore ignoraba demasiadas cosas. Ignoraba que Leonardo era el Stigliari que más había ahondado en el Secreto y que más había profundizado en su don. Ignoraba que Leonardo sabía muchísimo antes que él que en unos meses un hijo suyo vería el mundo. Ignoraba, pese a todo, que cada noche Leonardo se sentaba en el sillón de cuero de su enorme casa de Módena, habiendo previsto todo aquello, con los brazos cruzados bebiendo alcohol seco, con la mirada malévola y la sonrisa torcida, por haber creado otro magnífico plan. Salvatore, dominado por su vejez y alejado de la vivacidad y perspicacia de los jóvenes, se dirigía inconscientemente hacia la muerte, e ignoraba que todo aquello formaba parte de un plan perfectamente elucubrado para atraerlos hacia sí, y destruir, incluido al bebé Leonardo, los últimos resquicios de la familia Stigliari.


lunes, 21 de enero de 2008

El adoquín ensangrentado

No podía ser. No era posible y de hecho no había sido así. Daba vueltas, incesantemente por todo el salón. Esquivaba los charcos de sangre. Miraba la hora. Era tarde. Un sudor frío recorría mi espalda y subía hasta mi cabeza. Mi intuición, bien alimentaba por mi don, estaba confusa. Por primera vez. No sabía el porqué de las cosas, Mis ojos, inundados en lágrimas de desesperación, miraban a los ojos vacíos y cristalinamente muertos de Pedro, cuya cabeza estaba completamente partida en dos, como haciendo una uve. ¿Realmente había dicho ‘Melissa’?

El horror sólo duro cinco minutos. Me pasé las sudorosas manos por la cara, intentando esclarecer mi mente y centrarme. Tendría tiempo, mucho tiempo, para reflexionar sobre lo que acababa de oír. La confusión no me permitiría errar como el resto de seres humanos. La herida del brazo me había dejado de sangrar y pocos días habría cicatrizado. Cogí la bolsa y metí la Piedra. Como si nada hubiera sucedido, actué con la seguridad, efectividad y sobriedad con la que había actuado en los demás asesinatos. En un momento dado, metí mi mano en el bolsillo y agarré la figura de madera del delfín, perteneciente a Pedro, para cerciorarme de que continuaba en mi posesión. A continuación, borré cuidadosamente los breves y sutiles restos que podrían haber actuado como prueba. Quince minutos después observé la estancia: Nadie habría podido afirmar que Leonardo Stigliari había estado allí.

Al igual que en el resto de ocasiones, dejé el cuerpo inerte de cuerpo yaciendo sobre el suelo. Lo encontrarían a los pocos días, con mucha suerte. Nadie conseguiría relacionarlo conmigo y, aunque lo hicieran, no tendrían tiempo para pararme los pies. Pedro era el último de los ocho. Sólo me quedaba hablar con mi padre, mi verdadero y homónimo padre, y atar los últimos cabos de la Gran Misión que me había encomendado Melissa. Una vez lo hiciera, no podría temer a nada. Ni a la Justicia. Ni al resto de seres humanos. Ni al tiempo. Ni a la muerte. Pronto sería yo el principal responsable de las energías del planeta.

Bajaba toscamente las escaleras. El mármol inmaculado producía un sonido placentero y tranquilizador al contacto con mis zapatos. La bolsa en la que llevaba la Piedra estaba completamente manchada de sangre, aunque sólo por dentro. En el rellano del portal, unos metros antes de salir por la puerta, me miré al espejo. Y una decepción profunda y electrizante utilizó mi cuerpo como vías de transporte. Mis ojos aún tenían restos de las lágrimas que no brotaron. Unas sombrías ojeras contorneaban la figura de mis ojos, que se hallaban rojizos y pequeños. Mi mirada, antes desafiante, penetrante e indeleble, sólo conseguía transmitir desesperación, como la que un niño siento cuando le castigan sin merecido. Completamente despeinado, la vigorosidad de mi pelo se había vuelto a lo menos nula; mi piel, siempre tan sana, bronceada y suave, ahora era completamente rugosa, pálida con sutiles tonos amarillentos y una fina capa de hediondo sudor. Incluso observe una curvatura de mi espalda, más pronunciada de lo normal, como si fuera un minúsculo ser despreciable y odioso. ¿Dónde estaban la elegancia, la compostura, la nobleza?

No sabría decir el tiempo que estuve de pie allí, sujetando con los dos brazos la Piedra envuelta en la bolsa, esperando quizá una señal que acabara con mi decrepitud. Pero lo cierto es que salí de mi ensimismamiento cuando un joven, de unos 30 años, cabizbajo y de mirada inocente, al parecer noble y un atlético cuerpo, entró en el portal. Jugaba en sus manos con las llaves. Parecía venir de un duro día de trabajo.

En cuanto alzó la mirada, y me vio allí, se detuvo. Noté, por unos breves instantes apenas perceptibles, un ambiguo atisbo de reconocimiento en sus ojos. Como si fuera un amigo de su infancia, y me reconociera tras muchos años sin haberme visto. Como si me hubiera conocido de joven y ahora hubiera envejecido veinte años, conservando aún así los rasgos faciales que me definían. Pero no, no conocía a aquel hombre. Nunca olvido un rostro, y aquella era la primera vez que ese hombre y yo estábamos juntos en el mismo lugar.

Aparté la mirada del espejo, de mi decrépito rostro, y le miré a los ojos. Él miró directamente la bolsa. No sentí pánico, controlaba perfectamente esas situaciones y sabía lo que tenía que hacer si aquel joven se ponía estúpido y buscaba su pronta muerte. Sonrió.

– Buenas. – Se limitó a decir cordialmente.

Reanudó la marcha y subió los tres escalones que nos separaban.

– Nunca te había visto por aquí

Nunca me había visto por allí. Me había tirado a Sonia tres pisos más arriba, acababa de matar a su vecino hacía menos de una hora, pero no, aquel tipo jamás me había visto por allí.

– Sí, es la primera vez que vengo – Mentí. – Pensé que aquí vivía un amigo mío y me equivoqué de urbanización.

Volvía a mirar la bolsa una y otra vez, como si le perturbara su sola existencia.

– ¿Qué hace usted aquí? – Su pregunta no pretendía importunar, más bien al contrario. Parecía que aquel tipo intentaba conectar conmigo, hacer buenas migas. Su cortesía y sus sonrisas daban fe de ello. – Bueno, más que nada porque es imposible entrar a no ser que te abran desde dentro.

– Sí, así es. No recordaba el piso ni el portal de mi amigo. Sabía que vivía en una de estas urbanizaciones pero… me falta todavía encontrar cual. La señora del tercero me abrió amablemente cuando le expliqué mi situación. Pensé que podría encontrar en los buzones su nombre, pero nada. Parece que me he vuelto a equivocar de sitio.

Fingí, de una manera totalmente creíble, todo sea dicho, una frustración y un descontento totalmente inocuos. Si aquel hombre podía ser cortés, yo no desentonaría.

Sonrió y me dijo:

– Si quieres te puedo acercar a la urbanización de tu amigo. Podemos ir más rápido en coche. – Su amabilidad no dejaba de asombrarme.

– Oh, no – Exclamé – Gracias, gracias, pero me sabría extremadamente mal si hicieras eso. Además, ya es tarde, creo que pospondré la visita hasta mañana.

Una mueca de decepción apareció en su rostro. Definitivamente, aquel hombre no tenía gana alguna de llegar a su casa.

Cuando ya pareció que me dejaría ir, me preguntó:

– ¿Qué llevas en esa enorme bolsa? – Extrañado, prosiguió, volviendo a sonreír con esa expresión a la que ya me había acostumbrado – ¿Una cabeza de un muerto? – Y estalló en una breve risotada.

Reí brevemente con él, mientras pensaba “Algo así…”

– Sólo adoquines que necesitaba mi amigo para su trabajo. Es albañil, ¿sabe?

Hizo un gesto de aprobación con la cabeza, y extendió los brazos como para que le dejara la bolsa. Le miré con cierta tensión, porque no quería que cometiera una estupidez. Para no llamar más la atención, le presté la bolsa. La cogió con las dos manos, y tanteó el peso. Observaba detenidamente el líquido que era la sangre en el interior. No tenía ni idea de qué podía ser.

Si abre la bolsa, le mato.

Aunque aquello sonara simple, matar a aquel hombre supondría una ruptura de sus esquemas y, probablemente, al fin de su carrera. Conservé la expresión del rostro sin apartar la mirada de sus manos. No tenía ningún sitio donde llevarlo y subirlo tres pisos hacia arriba sería demasiado contundente. Tanteó la bolsa, dándole vueltas.

Sonriendo una vez más, me devolvió la bolsa. Dejé de apretar la mandíbula. ¿Habría notado que era solo una enorme roca?

– Un adoquín bastante bruto, ¿no?

– Sí, mi amigo aún tendrá que darle forma.

Ambos haciendo un gesto con la cabeza, sonreímos y nos despedimos. En 5 minutos estaba en el coche camino de mi casa y preparar lo siguiente. Una vez llegara, comenzaría a reflexionar sobre porqué Pedro había mencionado el nombre de Melissa antes de dormir, y la relación que podrían mantener. Según pasaban las luces de las farolas por la luna del coche, mis pensamientos tornaban más turbios y pesados. Nada de aquello tenía sentido. Pedro había suplicado por su vida. Como todos los demás. Pero él había hecho alusiones a algo completamente nuevo. Me había dicho que no cometiera el error que cometió él, que no me dejara engañar. Que no destruyera mi vida así. Inevitablemente sólo conseguía relacionar estas palabras con Melissa y una posible gran mentira. Pero no tenía sentido. Melissa siempre había sido transparente conmigo.

Mientras tanto, Axel Dennis se mantuvo quieto durante unos segundos viendo la marcha de aquel hombre. Estalló en una profunda y sana risa interior al verle marchar, con su caminar con dejes de elegancia soportando un enorme adoquín dentro de una bolsa. Le había hecho una enorme gracia el casual encuentro con aquel hombre. Un día extremadamente duro de trabajo y, al llegar a casa, se encuentra con un hombre desconocido con no muy buen aspecto físico que lleva una bolsa en la mano y que dice tener un amigo albañil que reside en uno de los barrios más opulentos de la ciudad. Le llamó especialmente la atención su apariencia, estaba tranquilo, aunque su cuerpo parecía sufrir una excitación enorme. Parecía sacado de una película, y aquello le había animado el día. Aquel hombre le había transmitido buenas vibraciones, sentía que tenía tras de sí una vida que contar y él habría estado dispuesto a escucharla si se lo hubiera permitido. Pero había obtenido una negativa ante la propuesta de llevarlo a casa de su amigo el albañil. Axel sonrió como no había sonreído en muchos años. Se dispuso a subir dos pisos andando para ver a su más que amargada mujer. Sonreía por muchas cosas. El hombre del adoquín en bolsa le había traído grandes recuerdos, poseía un enorme parecido con el rostro de un hombre al que no había parado de buscar durante años. Y entonces, mientras subía las escaleras, no dejaba de sonar en su cabeza el nombre de Dante.