domingo, 11 de noviembre de 2007

Cruzando la avenida

Nadie reparaba en la existencia de alguien tan minúsculo como yo. Gente venía, gente iba. Era exactamente lo que necesitaba: estar, pero sin estar realmente. Nadie habría dicho que yo estaba allí, la gente me golpeaba cuando interrumpía su paso rápido, pero en realidad no sabían que lo hacían. Aquello me otorgaba paz. No tenía un rumbo a donde ir. Pero tampoco lo necesitaba.

Era incapaz de obviar lo que tan sólo unos instantes antes había pasado. Mi padre, enormemente enfurecido por las ya demasiado corrientes infidelidades de mi madre, había estallado. Quizá entonces no logré entenderlo, pero ahora sí. Mi padre había aguantado demasiado, aunque seguramente el modo de focalización que había adoptado no era del todo correcto. Pero aún así, durante los diez minutos en los que mi padre desató toda su furia contra la cara de mi madre, dando al mundo lo que él consideraba algo más de justicia, fue libre. Más libre de lo que yo lo sería jamás.

Sin duda las emociones del momento me paralizaron, y estando en aquella ancha avenida me encontraba en una especie de limbo en el que, inconscientemente, comenzaba a asimilarlo todo. Mi pequeño, pero firme paso, habría sorprendido a más de uno. No sabía adonde iba, pero parecía saberlo.

En algún momento del paseo por mi más allá mental, comencé a alejarme del núcleo urbano. La avenida me había mostrado una calle amplia, casi desierta, bastante coqueta, e irradiada por la luz del atardecer. Como niño, caí preso por la curiosidad y el afán de aventura. No sabía que esa sería la calle que me mostraría un camino a seguir. No se trataría de un camino cualquiera. Yo tendría que aplanar el terreno, tendría que marcar una línea firme, sin dudas. Tendría que dejar el miedo atrás. Tendría que renunciar a la vida tal y como la conocía hasta entonces. Y en esa calle estaba quién me mostraría todo eso en menos de un segundo.

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