lunes, 21 de enero de 2008

El adoquín ensangrentado

No podía ser. No era posible y de hecho no había sido así. Daba vueltas, incesantemente por todo el salón. Esquivaba los charcos de sangre. Miraba la hora. Era tarde. Un sudor frío recorría mi espalda y subía hasta mi cabeza. Mi intuición, bien alimentaba por mi don, estaba confusa. Por primera vez. No sabía el porqué de las cosas, Mis ojos, inundados en lágrimas de desesperación, miraban a los ojos vacíos y cristalinamente muertos de Pedro, cuya cabeza estaba completamente partida en dos, como haciendo una uve. ¿Realmente había dicho ‘Melissa’?

El horror sólo duro cinco minutos. Me pasé las sudorosas manos por la cara, intentando esclarecer mi mente y centrarme. Tendría tiempo, mucho tiempo, para reflexionar sobre lo que acababa de oír. La confusión no me permitiría errar como el resto de seres humanos. La herida del brazo me había dejado de sangrar y pocos días habría cicatrizado. Cogí la bolsa y metí la Piedra. Como si nada hubiera sucedido, actué con la seguridad, efectividad y sobriedad con la que había actuado en los demás asesinatos. En un momento dado, metí mi mano en el bolsillo y agarré la figura de madera del delfín, perteneciente a Pedro, para cerciorarme de que continuaba en mi posesión. A continuación, borré cuidadosamente los breves y sutiles restos que podrían haber actuado como prueba. Quince minutos después observé la estancia: Nadie habría podido afirmar que Leonardo Stigliari había estado allí.

Al igual que en el resto de ocasiones, dejé el cuerpo inerte de cuerpo yaciendo sobre el suelo. Lo encontrarían a los pocos días, con mucha suerte. Nadie conseguiría relacionarlo conmigo y, aunque lo hicieran, no tendrían tiempo para pararme los pies. Pedro era el último de los ocho. Sólo me quedaba hablar con mi padre, mi verdadero y homónimo padre, y atar los últimos cabos de la Gran Misión que me había encomendado Melissa. Una vez lo hiciera, no podría temer a nada. Ni a la Justicia. Ni al resto de seres humanos. Ni al tiempo. Ni a la muerte. Pronto sería yo el principal responsable de las energías del planeta.

Bajaba toscamente las escaleras. El mármol inmaculado producía un sonido placentero y tranquilizador al contacto con mis zapatos. La bolsa en la que llevaba la Piedra estaba completamente manchada de sangre, aunque sólo por dentro. En el rellano del portal, unos metros antes de salir por la puerta, me miré al espejo. Y una decepción profunda y electrizante utilizó mi cuerpo como vías de transporte. Mis ojos aún tenían restos de las lágrimas que no brotaron. Unas sombrías ojeras contorneaban la figura de mis ojos, que se hallaban rojizos y pequeños. Mi mirada, antes desafiante, penetrante e indeleble, sólo conseguía transmitir desesperación, como la que un niño siento cuando le castigan sin merecido. Completamente despeinado, la vigorosidad de mi pelo se había vuelto a lo menos nula; mi piel, siempre tan sana, bronceada y suave, ahora era completamente rugosa, pálida con sutiles tonos amarillentos y una fina capa de hediondo sudor. Incluso observe una curvatura de mi espalda, más pronunciada de lo normal, como si fuera un minúsculo ser despreciable y odioso. ¿Dónde estaban la elegancia, la compostura, la nobleza?

No sabría decir el tiempo que estuve de pie allí, sujetando con los dos brazos la Piedra envuelta en la bolsa, esperando quizá una señal que acabara con mi decrepitud. Pero lo cierto es que salí de mi ensimismamiento cuando un joven, de unos 30 años, cabizbajo y de mirada inocente, al parecer noble y un atlético cuerpo, entró en el portal. Jugaba en sus manos con las llaves. Parecía venir de un duro día de trabajo.

En cuanto alzó la mirada, y me vio allí, se detuvo. Noté, por unos breves instantes apenas perceptibles, un ambiguo atisbo de reconocimiento en sus ojos. Como si fuera un amigo de su infancia, y me reconociera tras muchos años sin haberme visto. Como si me hubiera conocido de joven y ahora hubiera envejecido veinte años, conservando aún así los rasgos faciales que me definían. Pero no, no conocía a aquel hombre. Nunca olvido un rostro, y aquella era la primera vez que ese hombre y yo estábamos juntos en el mismo lugar.

Aparté la mirada del espejo, de mi decrépito rostro, y le miré a los ojos. Él miró directamente la bolsa. No sentí pánico, controlaba perfectamente esas situaciones y sabía lo que tenía que hacer si aquel joven se ponía estúpido y buscaba su pronta muerte. Sonrió.

– Buenas. – Se limitó a decir cordialmente.

Reanudó la marcha y subió los tres escalones que nos separaban.

– Nunca te había visto por aquí

Nunca me había visto por allí. Me había tirado a Sonia tres pisos más arriba, acababa de matar a su vecino hacía menos de una hora, pero no, aquel tipo jamás me había visto por allí.

– Sí, es la primera vez que vengo – Mentí. – Pensé que aquí vivía un amigo mío y me equivoqué de urbanización.

Volvía a mirar la bolsa una y otra vez, como si le perturbara su sola existencia.

– ¿Qué hace usted aquí? – Su pregunta no pretendía importunar, más bien al contrario. Parecía que aquel tipo intentaba conectar conmigo, hacer buenas migas. Su cortesía y sus sonrisas daban fe de ello. – Bueno, más que nada porque es imposible entrar a no ser que te abran desde dentro.

– Sí, así es. No recordaba el piso ni el portal de mi amigo. Sabía que vivía en una de estas urbanizaciones pero… me falta todavía encontrar cual. La señora del tercero me abrió amablemente cuando le expliqué mi situación. Pensé que podría encontrar en los buzones su nombre, pero nada. Parece que me he vuelto a equivocar de sitio.

Fingí, de una manera totalmente creíble, todo sea dicho, una frustración y un descontento totalmente inocuos. Si aquel hombre podía ser cortés, yo no desentonaría.

Sonrió y me dijo:

– Si quieres te puedo acercar a la urbanización de tu amigo. Podemos ir más rápido en coche. – Su amabilidad no dejaba de asombrarme.

– Oh, no – Exclamé – Gracias, gracias, pero me sabría extremadamente mal si hicieras eso. Además, ya es tarde, creo que pospondré la visita hasta mañana.

Una mueca de decepción apareció en su rostro. Definitivamente, aquel hombre no tenía gana alguna de llegar a su casa.

Cuando ya pareció que me dejaría ir, me preguntó:

– ¿Qué llevas en esa enorme bolsa? – Extrañado, prosiguió, volviendo a sonreír con esa expresión a la que ya me había acostumbrado – ¿Una cabeza de un muerto? – Y estalló en una breve risotada.

Reí brevemente con él, mientras pensaba “Algo así…”

– Sólo adoquines que necesitaba mi amigo para su trabajo. Es albañil, ¿sabe?

Hizo un gesto de aprobación con la cabeza, y extendió los brazos como para que le dejara la bolsa. Le miré con cierta tensión, porque no quería que cometiera una estupidez. Para no llamar más la atención, le presté la bolsa. La cogió con las dos manos, y tanteó el peso. Observaba detenidamente el líquido que era la sangre en el interior. No tenía ni idea de qué podía ser.

Si abre la bolsa, le mato.

Aunque aquello sonara simple, matar a aquel hombre supondría una ruptura de sus esquemas y, probablemente, al fin de su carrera. Conservé la expresión del rostro sin apartar la mirada de sus manos. No tenía ningún sitio donde llevarlo y subirlo tres pisos hacia arriba sería demasiado contundente. Tanteó la bolsa, dándole vueltas.

Sonriendo una vez más, me devolvió la bolsa. Dejé de apretar la mandíbula. ¿Habría notado que era solo una enorme roca?

– Un adoquín bastante bruto, ¿no?

– Sí, mi amigo aún tendrá que darle forma.

Ambos haciendo un gesto con la cabeza, sonreímos y nos despedimos. En 5 minutos estaba en el coche camino de mi casa y preparar lo siguiente. Una vez llegara, comenzaría a reflexionar sobre porqué Pedro había mencionado el nombre de Melissa antes de dormir, y la relación que podrían mantener. Según pasaban las luces de las farolas por la luna del coche, mis pensamientos tornaban más turbios y pesados. Nada de aquello tenía sentido. Pedro había suplicado por su vida. Como todos los demás. Pero él había hecho alusiones a algo completamente nuevo. Me había dicho que no cometiera el error que cometió él, que no me dejara engañar. Que no destruyera mi vida así. Inevitablemente sólo conseguía relacionar estas palabras con Melissa y una posible gran mentira. Pero no tenía sentido. Melissa siempre había sido transparente conmigo.

Mientras tanto, Axel Dennis se mantuvo quieto durante unos segundos viendo la marcha de aquel hombre. Estalló en una profunda y sana risa interior al verle marchar, con su caminar con dejes de elegancia soportando un enorme adoquín dentro de una bolsa. Le había hecho una enorme gracia el casual encuentro con aquel hombre. Un día extremadamente duro de trabajo y, al llegar a casa, se encuentra con un hombre desconocido con no muy buen aspecto físico que lleva una bolsa en la mano y que dice tener un amigo albañil que reside en uno de los barrios más opulentos de la ciudad. Le llamó especialmente la atención su apariencia, estaba tranquilo, aunque su cuerpo parecía sufrir una excitación enorme. Parecía sacado de una película, y aquello le había animado el día. Aquel hombre le había transmitido buenas vibraciones, sentía que tenía tras de sí una vida que contar y él habría estado dispuesto a escucharla si se lo hubiera permitido. Pero había obtenido una negativa ante la propuesta de llevarlo a casa de su amigo el albañil. Axel sonrió como no había sonreído en muchos años. Se dispuso a subir dos pisos andando para ver a su más que amargada mujer. Sonreía por muchas cosas. El hombre del adoquín en bolsa le había traído grandes recuerdos, poseía un enorme parecido con el rostro de un hombre al que no había parado de buscar durante años. Y entonces, mientras subía las escaleras, no dejaba de sonar en su cabeza el nombre de Dante.

1 comentario:

Xaider dijo...

Muy buen capítulo, he tenido practicamente escalofríos en ese momento tan tenso que ha vivido Leonardo.
Sigue así, y aunque no puedas actualizar tanto, te seguiremos leyendo.