miércoles, 9 de abril de 2008

La Última Llamada

La lluvia chocaba estrepitosamente contra las viejas tejas, mientras el ruido y la noche se hacían uno solo, y mi cuerpo casi muerto e inamovible intentaba mantenerse vivo y escondido detrás de las cajas del almacén aunque fuera sólo un segundo más.

Estaba arrinconado, en la que era la peor situación en la que me había visto jamás. Mi mirada se perdía y se desenfocaba, la vida se me estaba yendo por segundos y yo no podía hacer nada. La sangre corría por mi pierna, provocada por un disparo; mi rostro, antes esbelto y lleno de vigor, se encontraba desfigurado por los golpes. La sangre brotaba sin cesar, y yo era consciente de que no me quedaban muchos segundos de vida.

Axel Dennis me esperaba fuera, junto con los demás policías. Mi padre, Leonardo, me buscaba sin cesar por todo el almacén para arrebatarme la vida. Fue entonces cuando sonó el móvil, impredeciblemente para mí, y como ateniéndome a la idea de que cualquier cosa podría salvarme en aquel momento, lo cogí sin mirar quien era.

- Leonardo...

- Sonia, Sonia...

- ¿Estás llorando?

Un gemido le contestó.

- ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde estás?

La respiración se entrecortaba mientras se aceleraba. Mi corazón daba los últimos latidos forzándose testarudamente por seguir viviendo.

- Estoy... estoy en el almacen de Dawson. Oh, Sonia... - Mi mente se confundía y lanzaba palabras totalmente incoherentes a mis labios. - Necesito salir de aquí... no puedo hablar mucho tiempo.

Me sujeté contra la pared, oculto en una esquina, rezando porque mi padre no diera con mi paradero. Oía sus gritos y sus golpes, cada vez más cercanos, y sabía que en cuanto me viera u oyese, ese sería mi fin. La sangre se agolpaba en mi pantalón, la herida del pecho constante pero pequeña estaba soplando mi vida por segundos. Yo llamaba a mi don, pero éste no contestaba.

- Iré a buscarte, no te preocupes...

- No, Sonia, no puedo salir de aquí... La policía está esperando fuera, y estoy herido... muy herido. No sé porqué se han complicado las cosas, no sé porqué, no sé qué hice... no sé qué estoy haciendo, Sonia.

Sonia lloraba al otro lado porque aunque no sabía nada, lo sabía todo. Su mente comenzó a atar cabos, e intuyó por razones obvias porqué me buscaba la policía y porqué alguien quería matarme. No sabía el porqué, pero era consciente de que yo, por todo lo que yo era, merecía morir a manos de otro.

Las cosas parecían perfectas días antes, y sin embargo una serie de coincidencias cuya naturaleza no busco comprender, me la jugó a mí y a mi don. Y ahora en ese momento sólo era un humano más apunto de morir, tan vulgar y huraño como todos los demás. No parecía siquiera yo. Estaba sufriendo, casi por primera vez en mi vida, un dolor en el corazón tan agudo como constante.

- Tengo que decirte algo, no cuelgues...

Su voz aumentaba en emotividad, una fuerte sensación de cariño, ternura y amor que se mezclaba líquidamente con el sufrimiento más agonizante de la existencia. Probablemente Sonia, en otro sentido de la palabra, también estuviera agonizando su muerte.

- Estoy embarazada.

La muerte me importó menos entonces, o más, después. Aún cuando lo veía todo negro, y todo parecía indicar que mi padre me encontraría, y la muerte ya me sonreía desde la sombra más profunda del almacén de Dawson, lo cierto es que, incomprensiblemente, todavía me quedaban 3 días de vida.

lunes, 28 de enero de 2008

El Viaje (II): La Caída


Había presenciado desde un primer término la decadencia y destrucción de toda su familia. Había visto, uno por uno, cómo morían sus hermanos, sus hijos, sus familias, sus nietos. Había visto cómo él mismo había creado el mal, cómo lo había alimentado y cómo lo había propulsado, pensando que lo podría controlar. Los hechos, sin embargo, se le fueron de las manos, y ahora estaba allí, en aquel tren, mirando llover por la ventana, con un paisaje verde y nublado, triste como su corazón, y frío como su talante, intentando salvar los únicos miembros vivos de la familia, antaño grande y poderosa, Stigliari. El joven Dante, el experimentado Francesco, el bebé Leonardo… debía salvarlos a todos si quería que la extirpe no se extinguiera y quedara un rayo de esperanza sobre la Tierra.

Salvatore Stigliari sólo podía mirar apesadumbrado por la ventana. Con los ojos encharcados en lágrimas por la vejez, su mirada había ido perdiendo vitalidad en los últimos años; años en los que se había dado perfecta y total cuenta de la magnitud de los errores que había cometido en vida. Se odiaba a sí mismo, y odiaba la soberbia que le caracterizaba a él, a su padre, y al padre de su padre, y a sus hijos, y probablemente, si Dante y Leonardo vivían, a los hijos de sus hijos. Recordaba, con cierta nostalgia, los viejos y buenos tiempos. Tiempos en los que gozaba de buena salud, su familia era numerosa, opulenta y tremendamente poderosa. Tenía un imperio y se sentía orgulloso de crear lo que había creado. Su padre, en los últimos años de su vida, se había mostrado orgulloso de cómo había sacado la familia a flote y había hecho brillar el apellido Stigliari en el conocimiento más oculto e inmutable de los secretos humanos. Su padre le había conferido un secreto de proporciones inmensas, y así, Salvatore, tendría que comunicárselo a uno, y sólo a uno de sus siete hijos varones. Porque así había sido siempre, y el padre de su padre lo sabía, y el de su padre; de este modo ascendiendo en el árbol genealógico hasta llegar al momento del Suceso. Ocho generaciones antes el poder de los Stigliari les fue concedido por una fuerza mayor. Azar, lo llaman algunos; la Suerte, otros. Fortuna, como uno de los nombres más comunes de la historia, se les hizo visible a los Stigliari y éstos conocieron una de las grandes verdades. Es por esto que el apellido Stigliari gozaba de prestigio, pero sólo entre aquellos que intuían o habían oído rumores sobre el gran Suceso, porque si algo era cierto es que los Stigliari nunca fueron sospechosos de nada, debido en gran parte a la solvencia y responsabilidad con que cada padre de familia de esas ocho generaciones había suministrado ese Secreto. El Secreto podría haber sido un poder, un arma, que podía otorgar mayores riquezas que cuanto dinero hubiera en el mundo. Pero asimismo resultaba inimaginable para la comprensión humana.

Pero la solvencia no había sido la mayor característica de Salvatore, si no la soberbia y la avaricia, la ambición y la prepotencia, y esto había ocasionado que, a sus 70 años, Salvatore estuviera huyendo de un destino, que él en sus más profundas entrañas, era consciente que no podía esquivar. Sabía que pagaría sus errores, tarde o temprano. El propio Salvatore había engendrado la causa de su destrucción, de la caída de todo lo que había construído. No lo pudo ver antes porque su orgullo le cegó, y todos sus secretos, todo su poder, se volvió nulo. Oculto en un pequeño pueblo del sur de Italia, Salvatore se había resignado a pasar sus últimos años, intentando olvidar la masacre que había presenciado. Había visto cómo tres de sus hijos se revelaban contra el resto de Stigliari. Encabezados por el magnánimo y joven Leonardo, que con veinte años era el segundo hijo más pequeño de Salvatore, y junto a sus hermanos Giulo y y Donatus, urdieron un plan perfecto para acabar con los demás y hacerse con los secretos de la familia. Resultaba impensable todavía para Salvatore cómo podían ellos tres conocer el hecho de que la familia debía todas sus riquezas a un solo Secreto, ya que éste sólo era traspasado del cabeza de familia a uno de sus hijos en un acto totalmente discreto. Una vez comunicado el Secreto al hijo elegido, éste, por el bien de la familia y la propia integridad del Secreto, debía guardarlo hasta elegir al hijo que llevaría la responsabilidad a partir de entonces y que, por tanto, sería el nuevo cabeza de familiar. Salvatore, por aquellas épocas, todavía no había elegido a qué hijo le conferiría el secreto, aunque ciertamente el que más papeletas poseía era Francesco, el mayor de los siete, que demostraba sobriedad, responsabilidad y gran madurez, y su hijo Dante resultaba un fiero niño con mucha vitalidad y perspicacia en su interior.

Así, el plan de los tres hijos menores de la familia Stigliari se cumplía en una noche, para evitar supervivientes y posibles reorganizaciones. Asesinaron, en menos de ocho horas, a veinticinco personas de la familia Stigliari, con el silencio de la madrugada como único testigo. Salvatore vio cómo su propio hijo, Leonardo, con los ojos sedientos de sangre y poseídos por la ira, entraba en su casa a mitad de madrugada y asesinaba a su mujer y dos de sus nietos, con frialdad y golpes secos y contundentes. Sin dudar, y con la sangre hirviendo en sus venas, carente de sentimientos, le arrebató el Secreto, tan fácilmente como uno respira o da un salto. Puede parecer paradójico para tratarse de un poder con tanta trascendencia, pero el simple hecho de la traición dejaba totalmente vulnerable al Secreto para manos totalmente corrompidas, y Leonardo, con su audacia y habilidad, había actuado mucho más rápidamente que Salvatore, y le había demostrado que su legado estaba llegando a su fin. Con las pocas fuerzas que le quedaban, Salvatore entabló una lucha con Leonardo, pero fue vencido. Francesco, mucho más poderoso, corpulento, y ágil en la batalla que Leonardo, apareció cuando Leonardo se disponía a asesinar al pobre anciano. Leonardo, consciente de sus posibilidades y malherido en el pecho, huyó, con el Secreto bajo su poder, jurando destruirlos a todos y ser el único (dijo único con la ambición poseyendo cada célula de su cuerpo) Stigliari vivo y merecedor del Secreto. Giulio y Donatus se encargaron de los tres hermanos restantes y sus familias.



Durante los siguientes años, Leonardo, Giulio y Donatus buscaron incesantemente a los tres miembros restantes de la familia, Francesco, Salvatore y el joven Dante, pero fue inútil. Giulio era totalmente partícipe de abandonar la búsqueda, no creía que fuera realmente peligrosa la presencia de tres miembros que se habían autoexiliado, pero Leonardo, en búsqueda de la perfección, no quería dejar ningún cabo suelto. Además, Giulio, después de asesinar a la mujer de Francesco, y en una lucha encarnizada con éste, había perdido un brazo y tenía en alta estima al otro como para arriesgarse a perderlo.

Poco más sabía Salvatore. Desde aquella noche, hacía casi diez años, se encargó de ocultarse y llevar una vida tranquila, ordenó a Francesco a salir del país, porque Leonardo deseaba matarlos a todos. No obstante, el pasado volvió cuando los pequeños restos de su don le hicieron notar que había un miembro más en la familia: supo que Leonardo había engendrado a un niño. “Un niño”, había pensado él. Esperanzado por lo que aquello significaba y por la noticia de que Leonardo no tenía constancia de tal hecho, Salvatore se dispuso a darle a aquel niño un futuro prometedor que quizá contaba con la resurrección del apellido Stigliari entre sus cometidos. Pero la vejez y la inocencia pecaron en su lugar. Salvatore había olvidado que Leonardo poseía el Secreto y que, aunque no había recibido instrucciones sobre cómo manejarlo, en los últimos diez años habría aprendido por intuición propia a hacerlo. Y el don que habría adquirido le habría hecho saber que sangre de su sangre estaba a punto de ver el mundo. Fue entonces cuando su vida se volvió una frenética cuenta atrás para poder salvar su apellido, y el futuro de muchísimas personas.

No obstante, Salvatore ignoraba demasiadas cosas. Ignoraba que Leonardo era el Stigliari que más había ahondado en el Secreto y que más había profundizado en su don. Ignoraba que Leonardo sabía muchísimo antes que él que en unos meses un hijo suyo vería el mundo. Ignoraba, pese a todo, que cada noche Leonardo se sentaba en el sillón de cuero de su enorme casa de Módena, habiendo previsto todo aquello, con los brazos cruzados bebiendo alcohol seco, con la mirada malévola y la sonrisa torcida, por haber creado otro magnífico plan. Salvatore, dominado por su vejez y alejado de la vivacidad y perspicacia de los jóvenes, se dirigía inconscientemente hacia la muerte, e ignoraba que todo aquello formaba parte de un plan perfectamente elucubrado para atraerlos hacia sí, y destruir, incluido al bebé Leonardo, los últimos resquicios de la familia Stigliari.


lunes, 21 de enero de 2008

El adoquín ensangrentado

No podía ser. No era posible y de hecho no había sido así. Daba vueltas, incesantemente por todo el salón. Esquivaba los charcos de sangre. Miraba la hora. Era tarde. Un sudor frío recorría mi espalda y subía hasta mi cabeza. Mi intuición, bien alimentaba por mi don, estaba confusa. Por primera vez. No sabía el porqué de las cosas, Mis ojos, inundados en lágrimas de desesperación, miraban a los ojos vacíos y cristalinamente muertos de Pedro, cuya cabeza estaba completamente partida en dos, como haciendo una uve. ¿Realmente había dicho ‘Melissa’?

El horror sólo duro cinco minutos. Me pasé las sudorosas manos por la cara, intentando esclarecer mi mente y centrarme. Tendría tiempo, mucho tiempo, para reflexionar sobre lo que acababa de oír. La confusión no me permitiría errar como el resto de seres humanos. La herida del brazo me había dejado de sangrar y pocos días habría cicatrizado. Cogí la bolsa y metí la Piedra. Como si nada hubiera sucedido, actué con la seguridad, efectividad y sobriedad con la que había actuado en los demás asesinatos. En un momento dado, metí mi mano en el bolsillo y agarré la figura de madera del delfín, perteneciente a Pedro, para cerciorarme de que continuaba en mi posesión. A continuación, borré cuidadosamente los breves y sutiles restos que podrían haber actuado como prueba. Quince minutos después observé la estancia: Nadie habría podido afirmar que Leonardo Stigliari había estado allí.

Al igual que en el resto de ocasiones, dejé el cuerpo inerte de cuerpo yaciendo sobre el suelo. Lo encontrarían a los pocos días, con mucha suerte. Nadie conseguiría relacionarlo conmigo y, aunque lo hicieran, no tendrían tiempo para pararme los pies. Pedro era el último de los ocho. Sólo me quedaba hablar con mi padre, mi verdadero y homónimo padre, y atar los últimos cabos de la Gran Misión que me había encomendado Melissa. Una vez lo hiciera, no podría temer a nada. Ni a la Justicia. Ni al resto de seres humanos. Ni al tiempo. Ni a la muerte. Pronto sería yo el principal responsable de las energías del planeta.

Bajaba toscamente las escaleras. El mármol inmaculado producía un sonido placentero y tranquilizador al contacto con mis zapatos. La bolsa en la que llevaba la Piedra estaba completamente manchada de sangre, aunque sólo por dentro. En el rellano del portal, unos metros antes de salir por la puerta, me miré al espejo. Y una decepción profunda y electrizante utilizó mi cuerpo como vías de transporte. Mis ojos aún tenían restos de las lágrimas que no brotaron. Unas sombrías ojeras contorneaban la figura de mis ojos, que se hallaban rojizos y pequeños. Mi mirada, antes desafiante, penetrante e indeleble, sólo conseguía transmitir desesperación, como la que un niño siento cuando le castigan sin merecido. Completamente despeinado, la vigorosidad de mi pelo se había vuelto a lo menos nula; mi piel, siempre tan sana, bronceada y suave, ahora era completamente rugosa, pálida con sutiles tonos amarillentos y una fina capa de hediondo sudor. Incluso observe una curvatura de mi espalda, más pronunciada de lo normal, como si fuera un minúsculo ser despreciable y odioso. ¿Dónde estaban la elegancia, la compostura, la nobleza?

No sabría decir el tiempo que estuve de pie allí, sujetando con los dos brazos la Piedra envuelta en la bolsa, esperando quizá una señal que acabara con mi decrepitud. Pero lo cierto es que salí de mi ensimismamiento cuando un joven, de unos 30 años, cabizbajo y de mirada inocente, al parecer noble y un atlético cuerpo, entró en el portal. Jugaba en sus manos con las llaves. Parecía venir de un duro día de trabajo.

En cuanto alzó la mirada, y me vio allí, se detuvo. Noté, por unos breves instantes apenas perceptibles, un ambiguo atisbo de reconocimiento en sus ojos. Como si fuera un amigo de su infancia, y me reconociera tras muchos años sin haberme visto. Como si me hubiera conocido de joven y ahora hubiera envejecido veinte años, conservando aún así los rasgos faciales que me definían. Pero no, no conocía a aquel hombre. Nunca olvido un rostro, y aquella era la primera vez que ese hombre y yo estábamos juntos en el mismo lugar.

Aparté la mirada del espejo, de mi decrépito rostro, y le miré a los ojos. Él miró directamente la bolsa. No sentí pánico, controlaba perfectamente esas situaciones y sabía lo que tenía que hacer si aquel joven se ponía estúpido y buscaba su pronta muerte. Sonrió.

– Buenas. – Se limitó a decir cordialmente.

Reanudó la marcha y subió los tres escalones que nos separaban.

– Nunca te había visto por aquí

Nunca me había visto por allí. Me había tirado a Sonia tres pisos más arriba, acababa de matar a su vecino hacía menos de una hora, pero no, aquel tipo jamás me había visto por allí.

– Sí, es la primera vez que vengo – Mentí. – Pensé que aquí vivía un amigo mío y me equivoqué de urbanización.

Volvía a mirar la bolsa una y otra vez, como si le perturbara su sola existencia.

– ¿Qué hace usted aquí? – Su pregunta no pretendía importunar, más bien al contrario. Parecía que aquel tipo intentaba conectar conmigo, hacer buenas migas. Su cortesía y sus sonrisas daban fe de ello. – Bueno, más que nada porque es imposible entrar a no ser que te abran desde dentro.

– Sí, así es. No recordaba el piso ni el portal de mi amigo. Sabía que vivía en una de estas urbanizaciones pero… me falta todavía encontrar cual. La señora del tercero me abrió amablemente cuando le expliqué mi situación. Pensé que podría encontrar en los buzones su nombre, pero nada. Parece que me he vuelto a equivocar de sitio.

Fingí, de una manera totalmente creíble, todo sea dicho, una frustración y un descontento totalmente inocuos. Si aquel hombre podía ser cortés, yo no desentonaría.

Sonrió y me dijo:

– Si quieres te puedo acercar a la urbanización de tu amigo. Podemos ir más rápido en coche. – Su amabilidad no dejaba de asombrarme.

– Oh, no – Exclamé – Gracias, gracias, pero me sabría extremadamente mal si hicieras eso. Además, ya es tarde, creo que pospondré la visita hasta mañana.

Una mueca de decepción apareció en su rostro. Definitivamente, aquel hombre no tenía gana alguna de llegar a su casa.

Cuando ya pareció que me dejaría ir, me preguntó:

– ¿Qué llevas en esa enorme bolsa? – Extrañado, prosiguió, volviendo a sonreír con esa expresión a la que ya me había acostumbrado – ¿Una cabeza de un muerto? – Y estalló en una breve risotada.

Reí brevemente con él, mientras pensaba “Algo así…”

– Sólo adoquines que necesitaba mi amigo para su trabajo. Es albañil, ¿sabe?

Hizo un gesto de aprobación con la cabeza, y extendió los brazos como para que le dejara la bolsa. Le miré con cierta tensión, porque no quería que cometiera una estupidez. Para no llamar más la atención, le presté la bolsa. La cogió con las dos manos, y tanteó el peso. Observaba detenidamente el líquido que era la sangre en el interior. No tenía ni idea de qué podía ser.

Si abre la bolsa, le mato.

Aunque aquello sonara simple, matar a aquel hombre supondría una ruptura de sus esquemas y, probablemente, al fin de su carrera. Conservé la expresión del rostro sin apartar la mirada de sus manos. No tenía ningún sitio donde llevarlo y subirlo tres pisos hacia arriba sería demasiado contundente. Tanteó la bolsa, dándole vueltas.

Sonriendo una vez más, me devolvió la bolsa. Dejé de apretar la mandíbula. ¿Habría notado que era solo una enorme roca?

– Un adoquín bastante bruto, ¿no?

– Sí, mi amigo aún tendrá que darle forma.

Ambos haciendo un gesto con la cabeza, sonreímos y nos despedimos. En 5 minutos estaba en el coche camino de mi casa y preparar lo siguiente. Una vez llegara, comenzaría a reflexionar sobre porqué Pedro había mencionado el nombre de Melissa antes de dormir, y la relación que podrían mantener. Según pasaban las luces de las farolas por la luna del coche, mis pensamientos tornaban más turbios y pesados. Nada de aquello tenía sentido. Pedro había suplicado por su vida. Como todos los demás. Pero él había hecho alusiones a algo completamente nuevo. Me había dicho que no cometiera el error que cometió él, que no me dejara engañar. Que no destruyera mi vida así. Inevitablemente sólo conseguía relacionar estas palabras con Melissa y una posible gran mentira. Pero no tenía sentido. Melissa siempre había sido transparente conmigo.

Mientras tanto, Axel Dennis se mantuvo quieto durante unos segundos viendo la marcha de aquel hombre. Estalló en una profunda y sana risa interior al verle marchar, con su caminar con dejes de elegancia soportando un enorme adoquín dentro de una bolsa. Le había hecho una enorme gracia el casual encuentro con aquel hombre. Un día extremadamente duro de trabajo y, al llegar a casa, se encuentra con un hombre desconocido con no muy buen aspecto físico que lleva una bolsa en la mano y que dice tener un amigo albañil que reside en uno de los barrios más opulentos de la ciudad. Le llamó especialmente la atención su apariencia, estaba tranquilo, aunque su cuerpo parecía sufrir una excitación enorme. Parecía sacado de una película, y aquello le había animado el día. Aquel hombre le había transmitido buenas vibraciones, sentía que tenía tras de sí una vida que contar y él habría estado dispuesto a escucharla si se lo hubiera permitido. Pero había obtenido una negativa ante la propuesta de llevarlo a casa de su amigo el albañil. Axel sonrió como no había sonreído en muchos años. Se dispuso a subir dos pisos andando para ver a su más que amargada mujer. Sonreía por muchas cosas. El hombre del adoquín en bolsa le había traído grandes recuerdos, poseía un enorme parecido con el rostro de un hombre al que no había parado de buscar durante años. Y entonces, mientras subía las escaleras, no dejaba de sonar en su cabeza el nombre de Dante.

jueves, 27 de diciembre de 2007

El Viaje (I) : La Partida

Debía coger el tren que partía hacia Roma a las 11:00 a.m. Quedaban 7 minutos. Con el bebé sobre un brazo, y las maletas tirando del otro, la movilidad del anciano era reducida. Los andenes de la enorme y oscura estación de Nápoles confundían la mente cansada del anciano. Por un momento quiso acercarse a información, pero la ingente cantidad de personas se lo impedía. Le arrastraban, le empujaban, y ni siquiera le pedían perdón. El bebé, lejos de llorar, le lanzaba miradas de incomprensión al pobre anciano.

Paró para descansar, entre los andenes 10 y 11, en una columna. Posó las maletas allí, tratando con sumo cuidado al bebé. Con la mano libre, intentó sacar de la gabardina color crema el sobre donde estaban los billetes y el itinerario a seguir. El tren salía desde Nápoles a las 11 de la mañana, y llegaba a Roma a las 12:20. Allí estarían esperándole el joven Dante y su padre Francesco para coger el siguiente tren hasta Boloña. Durante el trayecto, les daría el dinero, y el sobre con las instrucciones. Gracias a Dante y a Francesco, el anciano podría sacar al bebé del país. A las 15:10, hora de llegada a Boloña, cogerían los tres juntos un último tren que llegaría, media hora después, a Módena, su destino final. Visto así no parecía tan difícil. No sabía cómo se había negado, a llevar a cabo un proyecto de tanta importancia. Él era viejo, terco, soberbio, con nada que perder, pero con un gusto exacerbado por la estabilidad. Emprenderse en un viaje hasta el norte de Italia, sacándole de su adorable y pequeño pueblo Montesarchio, le pareció, en un principio, una idea extremadamente absurda. Pero poco tardaron en recordarle su pasado y su obligación para con aquel bebé. No le importó hacer la maleta en pocas horas, y partir al día siguiente hacia Nápoles para recoger al bebé, recién nacido 3 días antes.

Se secó el sudor de la frente. En su rostro se observaba el cansancio que arrastraban sus 70 años. Extrayendo fuerzas de una fuente invisible, el anciano volvió a coger las maletas, y se encaminó a la búsqueda del andén correcto.

10:55 a.m.

Sólo cinco minutos y el tren partía. Agarrando con firmeza al bebé, corrió como pudo. Alzando con lentitud y flaqueza las delgadas piernas, con las maletas en alto y el bebé pegado al pecho, y resoplando enérgicamente con la respiración peligrosamente acelerada. Con este infinito esfuerzo, el anciano consiguió visualizar en la pantalla del pasillo central, el andén correcto del tren 6527 que partía hacia Roma a las 11:00 a.m. Lo más increíble de todo, consiguió llegar. Con el rostro tremendamente enrojecido, bañado por completo en sudor y la gabardina arrugada el cuadro que el bebé y el anciano hacían era cuanto menos que cómico e hilarante.

Diez minutos después el anciano descansaba con el bebé entre los brazos en el asiento asignado, esperando a que el tren partiera.

– ¿Por qué no sale? El billete indica claramente que el tren parte a las 11. Y son las 11:07, de mi reloj. – Hablaba con ternura, con un deje de ira, dirigiéndose al bebé. – La próxima vez me tomaré más calma para llegar. Y si el tren no está cuando yo llegue, se encontrarán con una demanda. – Fue alzando la voz mientras decía estas palabras. La señorita del asiento de al lado, le miró con arrogancia, por encima del hombro, previendo, seguramente, el viaje que le daría aquel hombre.

El anciano acarició al pequeño, que apenas sonrió.

– En poco, todo habrá acabado, hijo.

Para el bebé, allí tumbado, gozoso, casi durmiendo, aquel viaje no significaba nada. Para el pobre anciano, era un enorme suplicio.

Pocos minutos después, el tren comenzó a moverse. El viejo evitó dormirse durante todo el trayecto, aunque observando la plácida cara del bebé mientras dormitaba, era casi imposible. Se entretuvo mirando los pasajes, bastante sobrios y fríos para la época, por la ventana. Una hora y veinte minutos después, el tren llegó a su destino. Como pudo, se levantó, aguantando al bebé en brazos, y agarrando las maletas. Salió del tren y se dirigió al hall de la enorme estación de Roma. El bebé seguía durmiendo. El anciano pensaba que si todos los bebés del mundo fueran tan silenciosos como aquel, el mundo sería un lugar mejor.

Sentados en un banco, apartados del bullicio y el desorden del hall, estaban Dante y Francesco, esperando al anciano. Francesco se había estado entreteniendo leyendo el periódico del día, con un sombrero color lila en bajo el brazo. Por aquel entonces tenía 35 años, aunque aparentaba muchos menos. Su rostro, impecable e inmaculado, sin apenas ninguna arruga, y un bigote elegante y sutil, se mostraba totalmente inexpresivo y frío. Amanerado, Francesco vestía frecuentemente con frac, siempre de tonos oscuros y a rayas, y de caras marcas. Su hijo Dante, un joven y apuesto chico de 14 años, mostraba un profundo respeto por su padre. No sabía muy bien lo que era la vida para un joven de su edad; desde la muerte de su madre tres años atrás, no había parado de viajar por toda Italia con su padre. No duraba más que un par de meses en cada ciudad, y por ello, no podía desarrollar amistades. No obstante, a Dante aquello no parecía importarle. Se había criado siempre en la soledad, y su padre, como una de las mejores muestras de independencia y seguridad que hubiera visto jamás, era su ejemplo a seguir.

Al anciano le costó visualizar la situación de Dante y Francesco, pero lo consiguió. Se acercó a ellos, y se sentó a su lado.

Francesco, al verlo, se levantó suave y elegantemente, para saludarlo.

– Hola – Pronunció con dulzura el anciano – ¿Me ayudas con el bebé? No puedo más.

Francesco agarró al bebé con cuidado, y le hizo una seña a su hijo para que cogiera las maletas del anciano.

– ¿Cómo estás, papá? – Preguntó Francesco – ¿Un viaje duro?

– ¿Duro? ¡Duro es poco, hijo mío! – Exclamó – Hace dos días que no duermo nada. Desde que recibí el mensaje, todo ha sido una carrera contrarreloj muy asfixiante.

– Comprendo… – Dijo Francesco, acariciándose la barbilla.

– ¡Oh! – Exclamó el anciano dirigiéndose al joven – ¡El pequeño Dante! No te veía desde el día en que naciste. – La sonrisa dulce del anciano, sonsacó una breve sonrisa a Dante – ¿Cómo estás, pequeño mío? – Le abrazó – ¿Tú también vienes?

Dante afirmó. El rostro del anciano se tornó oscuro y sombrío. Dirigió su mirada hacia Francesco y, sabiendo éste cuál iba a ser la pregunta, se adelantó y dijo:

– Corre más peligro sin mí que conmigo, padre – Dijo Francesco, con cierto deje de temor en su voz.

El anciano meditó durante unos momentos. Luego, preguntó:

– ¿El pequeño lo sabe todo?

– No, todo no – Respondió Francesco – Pero sabe gran parte de la historia y cuál es el porqué de todo esto.

– No sé qué pretendes conseguir trayendo al muchacho contigo, hijo – Le reprochó el anciano. – Esto es peligroso. Si le pasase algo…

– ¡Da igual, padre! – Exclamó Francesco, acercándose a su padre, con algo de desesperación en sus ojos – ¿Cuántos crees que saldremos vivos cuando esto acabe?

El anciano meditó mirando al vacío. Había visto como su familia se había ido desintegrando en los últimos años. ¿Cuántos quedarían vivos después?

– Una vez el niño salga del país, vendrán a por nosotros, papá.

– Ya lo sé, Francesco, ya lo sé.

– No quiero seguir huyendo… – dijo Francesco

– Tampoco has estado huyendo todo este tiempo, has estado cazando.

El tono tajante con el que el anciano pronunció aquellas palabras puso fin a la conversación. El silencio reinó durante unos segundos.

– Ahora debemos sacar al bebé del país. – Espetó el anciano – Leonardo lo estará buscando desesperadamente. Y seguro que él no se para a mantener conversaciones tan absurdas como ésta. –

Francesco se puso el sombrero. Dante, sin pronunciar una palabra, se acercó a su padre.

– El tren parte en diez minutos, padre – Dijo Francesco – Vamos al andén.

Cruzaron de nuevo el Hall de la estación, hasta llegar a las consignas. Francesco sacó el dinero para pagar los billetes. Aprovechó el momento, para entregarle el bebé al joven Dante, diciéndole:

– A partir de ahora llevarás tú el bebé. Ya sabes la importancia que tiene, no te separes de mí, y no dejes que nada malo le ocurra.

Dante afirmó, con seguridad.

El anciano se puso a la cabeza de los tres, esperando la cola. En la cabina, una hermosa joven les atendía:

– Hola, señorita – Pronunció lentamente el anciano. – Viajamos a Boloña.

La chica le sonrió, como agradeciendo su amabilidad.

– ¿Me podría prestar su documento de identificación, señor?

El anciano afirmó sonriente, y sacó su documento. Asimismo, cogió los de Francesco y Dante.

La joven los cogió con dulzura, y comenzó a teclear en el ordenador.

– Salvatore – Dijo – Es un nombre precioso.

– Gracias – Respondió el anciano.

– ¿Se considera usted un salvador? – Bromeó ella, sonriente

El anciano meditó durante unos instantes.

– Sí, soy una especie de salvador.

La chica se rió brevemente y con mesura. Luego, preguntó:

– ¿Cuál es el destino?

– Boloña, señorita.

– ¿Cuántos billetes desea, señor?

– Somos cuatro. Mi hijo, y dos nietos, aunque uno de ellos todavía no es una persona. – Bromeó.

– Serían tres billetes de adulto, señorita.

La joven continuó tecleando.

– ¿Stigliari? – Dijo ella, extrañada – ¿Qué es? ¿De Firenze?

– No lo sé muy bien, señorita – Respondió el anciano con dulzura – Ese apellido es tan viejo y está tan perdido que cuesta saber sus orígenes – Y rió, con dificultad.

– Han tenido suerte – Dijo la joven sin dejar de mirar la pantalla del ordenador – Hay plazas libres. Por estas épocas nadie va al norte, ir hacia allí es una locura, hace un frío aterrador, y más con el temporal que se avecina.

– Ya lo sabíamos – Sonrió el anciano.

La chica, algo sorprendida, les cobró. El anciano cogió sus billetes. Se despidió de ella con una sonrisa. Francesco, al pasar, se quitó el sombrero a modo de saludo. Dante se limitó a arquear las cejas y el bebé simplemente dormía.

Poco más de diez minutos después, Salvatore, Francesco y Dante Stigliari, con el bebé en brazos, cogían el tren hacia Boloña.

martes, 18 de diciembre de 2007

Sincérate, Pedro

- Desde el día de mi undécimo cumpleaños comencé a identificaros, Pedro.

- ¿Có…cómo dices? – Preguntó, extrañado, atemorizado. – ¿Identificar qué? ¿Identificar a quién?

Se mantuvo inmóvil. Me miró con una mezcla de incomprensión y piedad. ¿Resultaba tan obvio era lo que iba a ocurrir? No sé muy bien lo que debió pensar Pedro en aquellos momentos, pero lo que estaba claro era que fuera cual fuera su posición, aquello no iba a fallar. Me acerqué a él lentamente, casi susurrándole, le dije:

– Identificaros a ti, Pedro, y a los que son como tú. – Arqueó las cejas – A los que son como yo.

– ¿Qué dices, Leonardo? – Fingió una tosca sonrisa – ¿Tan borracho vas?

– Creo que sabes lo que va a pasar, Pedro – Dije, con un tono que pretendía transmitir lo lamentable que le iba a resultar a él esa situación. – Creo que lo sabes.

Pedro lo sabía, eso era innegable. En el más profundo rincón de su ser, algo le decía que él estaba allí para morir a mis manos. Por el secreto que escondía. Pero entonces la voz de la razón le decía que era imposible que yo pudiera conocer su existencia. Siempre lo había llevado con suma cautela, y en los últimos años no había dado muestras de poseerlo. Aunque tampoco lo necesitaba. Seguramente en su cabeza aparecieron las palabras “traición” y “mentira”. Y realmente estaban cerca de la definición de aquella situación.

Pedro dejó caer el vaso al suelo. Estalló en mi cristalitos que se repartieron por el suelo del salón. El poco whisky que quedaba en el vaso salpicó sus cuidados zapatos. Me miró con temor.

– ¿Qué haces aquí, Leonardo? – Preguntó.

– Creo que sabes a lo que he venido, Pedro. – Dije, con cierto pesar.

– ¿Cómo cojones lo has sabido? – Dijo con frustración.

Eso no importa…

Metí la mano en mi bolsillo derecho. Agarré con fuerza el puñal que llevaba escondido. No lo saqué.

– No tienes porqué hacerlo, Leonardo… – Dio unos pequeños y torpes pasitos hacia atrás. El suceso era inminente. – De verdad que no tienes porqué hacerlo.

– Sí que tengo, Pedro. Sabes perfectamente el porqué y para qué.

Comenzó a ponerse algo nervioso. Las piernas le temblaban, y un sudor frío recorría su piel. Su mirada, perturbada, no conseguía fijarse en un único sitio. Navegaba por todo el salón buscando una salida para salir de aquel meollo.

– Sé que cometí graves errores en el pasado, y te juro que me arrepiento muchísimo, pero ésta no es ni la solución ni el castigo adecuados.

– Esto no trata sobre tus errores, esto va mucho más allá. – Aclaré. – Aunque te lo explicara no lograrías entenderlo. Tu padre también cometió delitos gravísimos y no murió por esa razón.

– ¿Qué coño sabrás tú de mi padre? – Preguntó, agresivamente.

– Probablemente más que tú.

Hubo un silencio incómodo. Después, Pedro, intentando reponerse, dijo:

– ¿Para qué quieres hacerlo? – Preguntó, casi gritando – Esto no tiene nada que ver contigo.

Sonreí.

– ¿Ah, no? ¿Qué crees que nos diferencia, Pedro? – Silencio. Me miró durante unos segundos sin saber qué contestar. Proseguí – La inteligencia, la perspicacia, mi tenacidad. – Agresivamente, me acerqué a él – Mi don y el tuyo no son tan diferentes, pero gracias a que he sabido moverme, esta noche yo seguiré vivo… y tú no.

Pedro parecía no comprender nada, y tampoco lo esperaba. Siempre había demostrado tener poca inteligencia.

– ¿De qué don hablas? – Preguntó – ¿Hay más como yo?

– Exactamente siete más. – Sus ojos, totalmente incrédulos, me miraban con atención – Pero ahora mismo sólo quedamos tú y yo.

Ladeé la cabeza y sonreí. Macabramente, incluso. Sentía algo llamado felicidad en mi interior. Pedro se asustó al ver mi sonrisa, comprendió que, por muchas palabras que dijera, no conseguiría cambiar nada. Notaba en mi mirada que yo estaba dispuesto, sí o sí, por las razones que fuera, a acabar con su vida aquella noche. Lo había hecho con siete personas más, Pedro no iba a ser alguien distinto.

Adivino que en esos momentos las dudas afloraron la cabeza de Pedro. ¿Quién sería yo y porqué querría hacer eso? ¿Por qué había otros siete y nunca se lo dijeron? Los errores que Pedro había cometido, de los cuales yo no tenía ningún tipo de información en ese momento, habían sido graves, y él lo sabía. No tenían nada que ver con lo que yo estaba haciendo en ese momento, pero, de algún modo u otro, me afectaban. Pedro sabía que le habían traicionado, que si no era por eso, era imposible que yo hubiera sabido quién era. Pero no sabía quién.

– ¿Cómo diste conmigo?

– Fue una total coincidencia. Tuve una úlcera, pensé que moriría, y me curaste. Poco después, cuando abrí uno de los ocho sobres en los que tengo la información sobre vosotros, vi que tú podías ser uno de ellos. Y así fue. Te identifiqué. Miré la información del sobre varias veces, no podía creerlo. Y allí estabas. Te identifiqué una y otra vez. Y sí, eras tú. Fue una coincidencia que todavía me cuesta creer.

A juzgar por su cara, debió creer que le estaba mintiendo. De todas formas, eso no importaba demasiado. Debía proceder o se me haría tarde. Pedro debió ver cómo me decidía a actuar porque arremetió contra mí con un duro golpe.

Salió corriendo hacia la puerta. Comencé a cabrearme, y a Pedro no le iba a gustar verme cabreado. Con un deje de frustración en la mirada, le perseguí. Antes de que pudiera abrir la puerta, le agarré de la camisa. Se dio la vuelta y de un golpe me tiró al suelo. Comenzó a darme patadas en el vientre. En una, le agarré la pierna y lo tiré al suelo.

Me incorporé, y le miré con una sonrisa, y la boca ensangrentada:

– ¿Es que acaso piensas que me duele?

Desde allí, me miró con frialdad.

– No lo hagas, Leonardo… Aún puedes elegir. A mí me han traicionado, no dejes que a ti te ocurra lo mismo, o acabarás como yo.

– Ya es tarde para decir eso, Pedro…

Saqué el puñal y sin dudar, por el dolor, me lo clavé en el brazo, en el mismo lugar que siempre. La sangre comenzó a brotar. Pedro miró ensimismado la sangre y luego me miró a los ojos.

– No lo hagas, por favor… – Me suplicó. – No destruyas tu vida así.

Dejé salpicar la sangre del puñal sobre pedro. Estiré mi brazo y le empapé la cara. Sus ojos, teñidos de rojo, me miraban, atontados. Su respiración se volvió rápida, forzada. Cayó tumbado al suelo. Me tapé la herida y fui al baño a limpiármela. Bajé al coche, y cogí la roca cuadrada que tenía guardada allí. Me costó subir los 3 pisos sin ascensor con ella en la mano. Cuando llegué al piso de nuevo, Pedro estaba en el mismo sitio. En el suelo, fuera de su bolsillo, había una pequeña figurita de madera, tallada a mano, que representaba un delfín.

Me agaché y la cogí. La miré detenidamente durante unos instantes.

– Otra más para mi colección. – Me dije. Y la guardé en el bolsillo.

Terminé mi vaso de whisky, y me dispuse a terminar el trabajo. Cogí la roca y la levanté por todo lo alto, con mis brazos en alto. Pedro, como sedado, y con los ojos idos, intentaba mirarme. Estaba justamente delante de él, proyectando mi sombre sobre su cuerpo. Articulaba sonidos extraños, pero no le entendía ni una palabra.

– Leonardo… – Balbuceó.

Intentó decir algo, pero no conseguía entenderlo. Repetía el mismo sonido constantemente. Parecía haber descubierto algo, pero no era capaz de decir qué era. Haciendo un esfuerzo inconmensurable, Pedro mantuvo su mirada fija en mí. Articuló perfectamente tres sílabas, y luego volvió a balbucear. Mi corazón dio un vuelco y se empequeñeció. Mis pupilas se hicieron enormemente pequeñas, y sentí un escalofrío recorriendo toda mi columna vertebral, hasta el punto de que mis brazos temblaron y no pude aguantar la roca. Cayó sobre su cabeza.

Me agaché rápidamente, y asustado, grité en alto, al lado de lo que era su aplastada cabeza:

– ¿Has dicho ‘Melissa’? – No obtuve respuesta. Le golpeé en el torso con el pie – ¡Responde, hijo de puta!

Pero Pedro ya estaba muerto.

miércoles, 12 de diciembre de 2007

Condénate

Apretó el nudo de la corbata, y se atusó el pelo que él consideraba despeinado. Su novia, dentro de la ducha, le hablaba:

- Creo que podríamos ir a cenar más que al teatro. – Dijo ella entre el sonido incesante de las gotas.

- O también podríamos cenar, e ir luego al teatro. – Puntualizó él, mientras desistía de peinarse con las manos, y optaba por buscar el peine.

- No hay tanto dinero, cariño.

- Eso es lo que tú crees – Dijo sonriendo – Mañana me dan la paga de navidad.

- ¿De verdad? – Exclamó ella – ¿Y por qué no me lo habías dicho?

Se dio la vuelta y se miró en el espejo alargado de la ducha. Realmente estaba atractivo aquel día. El frac, la camisa, la corbata, y el pelo perfectamente peinado. Nada fallaba. Sí, irían a cenar, y luego al teatro. No merecía menos. Él no merecía menos.

Ella salió de la ducha.

- Dame la toalla, cariño.

Así lo hizo. Después de 3 años, aún le sorprendía la dulzura con que le trataba ella. Le sorprendía porque quizá a esas alturas ya no lo merecía. Ella se secaba el pelo, veía como le iba cayendo sobre la espalda.

- ¿Nunca te han dicho que tienes una espalda preciosa, Sonia? – Le dijo.

Ella se limitó a sonreír. A sonreír con dulzura. Sus piernas, delicadas, de piel suave, pero a su vez consistentes. Sus pechos, del tamaño ideal para él. Su vientre, refinado hasta decir basta. Su sexo, con su vello erizado por el frío, haciendo pequeños huracanes sobre su piel, desprendiendo ese olor tan dulce y tierno, que tanto le encantaba. Ella estaba hecha para él, estaba claro, no podía estar con otro.

- Así, ¿dónde iremos a cenar, mi vida? – Preguntó Sonia.

- Pues…. – Encogió los hombros. Puso una cara graciosa, y luego susurró lentamente, con tono seductor – Donde la señorita diga. – Sonia sonrió. – Voy a tocar un rato el piano, cariño, te espero en el salón. Date prisa, que el teatro es a las 22:30.

Pedro salió por la puerta del baño y dejó a Sonia con la toalla en la cabeza, secándose el cuerpo. Ella tenía una sonrisa en la cara. Le amaba. Amaba a Pedro con todas sus fuerzas, no se le pasaba por la cabeza en ningún momento la idea de perderle. Desde el principio, le había entregado todo su cariño. Y había hecho todo lo necesario para que saliera bien, para que no hubiera errores. Y le había ido gratamente. Sonia era una persona inocente, pero entregada. Y Pedro era lo más importante que tenía dentro de su vida. Hacía un año que vivían juntos, y no podía ser más perfecto. Además, Pedro había ascendido en el trabajo hacía pocos meses e iban desahogados de dinero. Aunque ello conllevase que Pedro tuviese que estar algunos intervalos de tiempo en el extranjero. Aún así, aquello era la vida con la que Sonia siempre había soñado. Pronto vendrían los niños, pensaba ella. Pensaba ella…

Mientras tanto, Pedro tocaba el piano en el salón. Tocaba una altiva melodía de Schubert, con delicadeza, con mesura. Aquella era la paz que necesitaba. Había vuelto dos días antes de Bolonia, y estaba realmente cansado. El estrés del trabajo había hecho mella en él. Y no sólo eso. De verdad tenía sentimientos por Sonia, de verdad la amaba. Pero, ¿a qué precio? Por fin se había convertido en aquello que su padre siempre negó que se convertiría: un hombre de éxito, apoderado, ambicioso y poderoso. Tenía más que cualquier sueño de cualquier joven. Podía conseguir casi a cualquier mujer, y podía poseer cualquier nuevo aparato revolucionario, blandiéndose así con la alta burguesía.

Años más tarde, dos metros a la derecha del piano, en aquel mismo piso, con Leonardo delante a punto de matarle, Pedro se daría cuenta de que la ambición le había cegado la vista. Nunca se preguntó hasta dos minutos antes de morir cómo pudo dejar escapar a Sonia, cómo pudo dejar que su vida se fuera por la borda y acabar donde acabó; cómo pudo acabar, humillado, como a todos a los que había humillado él.

En ese momento sólo importaba Schubert. El piano. La música. La paz. Vio a Sonia salir del baño, aún con la toalla en la cabeza, pero al menos ya en ropa interior.

- Cojo la plancha, me visto y nos marchamos, cariño – Sonia puso su típica cara de disculpa. Era tan dulce. – En 10 minutos estamos en el coche. – Y le guiñó un ojo.

Pedro, en el fondo, era buen hombre. Con sus dudas, sus miedos y sus errores. Un buen hombre. Un buen hombre que pudo elegir el camino correcto, y no lo hizo. Porque su arrogancia pudo más que su voluntad. Sonia era un prototipo de chica que, a la vista de Pedro, podría haber sido perfecta. Eso, diez años antes. Se había acostado con Sonia miles de veces, y nunca había hecho el amor con nadie como lo había hecho con Sonia. Aquello era mágico, desde luego. Pero Pedro ya no se sentía bien, porque había errado. Había manchado su corazón, y la imagen y el amor de Sonia consigo. Es casi imposible determinar donde comenzó todo, pero el atisbo más lejano de la decadencia de la relación de Sonia y Pedro se encuentra en este punto. Aquella noche. Frente al piano.

Sonia se acercó a Pedro, ya peinada y con el vestido puesto. Se sentó sobre sus piernas, y le abrazó. Le rozó la nariz, mientras le sonreía. Le besó. Le dijo que le amaba. Y Pedro sonrió.

- Aún tenemos hora y media para cenar y llegar a la ópera – Susurró picaronamente Sonia – Podemos hacer el amor…

Pedro no se merecía una chica así.

- Es que me he peinado, Sonia… - Dijo Pedro. Realmente le apetecía. Su pene estaba casi erecto, pero cada vez que lo pensaba un pequeño cristal se rompía en su corazón.

- Bueno, pues te vuelves a peinar – Sonia le besó el cuello. Luego la oreja, y le susurró al oído – Hace dos semanas que no lo hacemos, mi vida…

Sólo hacía tres días que Pedro no se acostaba con nadie. Una gota gorda bajaba por su cerebro.

- No, Sonia, de verdad. – Espetó Pedro.

- ¿Te ocurre algo? – Preguntó, preocupada.

Pedro dudaba entre sí decírselo, o callárselo. No creía que le hiciese mucha gracia a Sonia saber que su novio se había acostado con un par de prostitutas en la vieja Italia. No, no le diría que fueron un par de prostitutas. Le diría que fue una doctora del congreso. Eso quedaba mejor.

Pero realmente era triste que tuviera que mentir sobre una verdad que quizá ocultaría. Iba a ocultar algo de lo que él mismo se avergonzaba. ¿No era Pedro el hombre burgués, apoderado y ambicioso? ¿Y se acostaba con prostitutas? ¿No podía conseguir él cualquier mujer?

- Cuéntame qué te pasa, Pedro – Suplicó Sonia – Te conozco, sé que te pasa algo.

Buscó una respuesta en sus ojos, cambiando la mirada de uno a otro constantemente. Si le hubiera conocido realmente, sabría que Pedro, al menos en ese punto de su vida, era un fantoche.

Sonia habría escrutado en su mirada que el congreso de estomatología al que había acudido Pedro había sido un completo y estrepitoso fracaso. Que Pedro, consciente de su nerviosismo completamente ascendente y su estrepitosa inseguridad, había sido incapaz de participar y a mitad del congreso había abandonado la sala. Que, sintiéndose fracasado, se había emborrachado. Que aquella noche durmió en un hotel de mala muerte, en vez de en el hotel de 5 estrellas que le había reservado el hospital. Que contrató a dos prostitutas. Que se acostó con ellas. Que se echó a llorar antes de dormir porque de aquel congreso dependía el ascenso que Sonia creía que le habían dado hace meses. Y lo tiró por la borda.

Obviamente Sonia no encontró todo eso en su mirada.

- Te echaba mucho de menos, Sonia, sólo era eso – Mintió, furtivamente, Pedro.

Era consciente de que era un cobarde. Había optado por el camino de la mentira, y eso le llevaría a estar cinco años después en ese mismo salón con el cráneo y los sesos aplastados por la enorme piedra de Leonardo. Pedro tuvo la opción de salvarse, de redimir sus errores y los de otras personas, de cambiar el destino del universo. Pero optó por la cobardía. Optó por condenarse a sí mismo. Fue el único momento en la vida de Leonardo que alguien pudo trastocar matemáticamente sus planes. Y Pedro lo desaprovechó. Fue cobarde. Cobarde como el padre de Leonardo, cobarde como su propio padre. Porque la cobardía era de lo que se sirvió Leonardo para vencer. De la cobardía de los demás. Leonardo sabía que, excepto él, todos serían víctimas de sus mentiras. Darío, Sonia, Pedro, su padre, todos. Pedro los condenó a todos, iniciando ese camino que, en su lecho de muerte, vería claro. Pedro prefirió no decirle nunca a Sonia nada de sus aventuras, porque aquella, ni mucho menos, iba a ser la última. Pedro decidió, en ese justo momento de su vida, destrozar lo más importante y bello que había tenido en su existencia, quizá lo más importante y bello que cualquier persona podría conseguir jamás. Cogió el camino que le llevaría directamente a la muerte. Pedro optó por seguir el mismo camino y cometer los mismos y exactos errores, que su propio padre.

lunes, 10 de diciembre de 2007

Sonríe/Sangra

- Tiene 16 años y nunca juega con nadie. Los estudios siempre los lleva al día, pero nunca participa en clase. Siempre resulta muy frío con los profesores, y aunque nunca provoca jaleo ni falta al respeto, no deja de ser verdaderamente incómoda su actitud. ¿Hay alguna clase de problema en casa, señor Stigliari?

Darío meditó durante unos segundos. Cruzó las piernas, se frotó la perilla. Intentó contener la sonrisa. Después de tantos años, aún le hacía gracia que le llamaran por el apellido de su difunto y peor enemigo.

- No, no existe ningún tipo de problema – La voz profunda y grave de Darío resonaba por todo el despacho – Leonardo siempre ha sido un chico muy callado. Le gusta hacer las cosas por sí mismo y con mucha discreción. Él es un espectador, más que el actor o protagonista de la obra.

- Comprendo. – El director reflexionó durante unos instantes – Pero necesito que comprenda, tanto usted como Leonardo, que la participación es importante. No se valora sólo la capacidad de aprendizaje, sino también la capacidad de desenvoltura que tenga el chaval ahí fuera. ¿Entiende?

Tenía razón. Leonardo tenía bastante potencial, pero lo estaba desaprovechando manteniéndose en la sombra. Darío sabía, mejor que nadie, que el éxito y el ascenso sólo podrían alcanzarse si uno podía comerse el mundo antes de que éste le comiera a él, y Leonardo, con su actitud, sólo estaba dejándose devorar por un monstruo al cual, seguramente, podía hacerle frente. Si Darío seguía vivo, precisamente era por eso: porque había sabido moverse y, especulando, había conseguido sobrevivir; eso era lo más importante.

- Hablaré con él. – Dijo Darío – Veré qué puedo hacer. Pero a estas alturas, perdone que le diga, Leonardo no cambiará.

- Tendrá que hacerlo. – Dijo el director. – El mundo se lo exigirá.

- Los mayores genios eran aquello que es Leonardo ahora – Espetó con un deje alegórico – Un incomprendido.

- Pero Leonardo no es ningún genio. – Silencio. – Deje de meterle esa idea en la cabeza, o provocará problemas.

Un cruce de miradas, demasiado furtivo. Un ambiente de desacuerdo invadió todo el despacho. Todo aquel que conociese a Darío sabía perfectamente que no había nadie ni nada más orgulloso y terco que él mismo. Ni nadie más eficiente.

- Yo jamás le metí esa idea. El que lo es, lo es.




- ¿Podemos hablar?

- Sí, claro, papá – Respondí – Pasa, pasa.

- ¿Qué estabas haciendo? – Me preguntó.

- Estaba terminando de leer una biografía sobre Benedetti.

- ¿Para algún trabajo de clase? – Se sentó a mi lado, en la cama.

- No. – Respondí secamente – Los deberes los terminé esta tarde.

Darío sacó una figura de madera tallada a mano del bolsillo. La tenía como llavero. Se trataba de un pequeño caballo, en posición vertical, bastante desgastado. Darío siempre me dijo que se lo había regalado mi abuelo, y que le tenía mucho aprecio. Comenzó a acariciarlo, como siempre que no tenía nada que hacer con las manos.

- ¿Por qué no has bajado a cenar, Leonardo?

- No tenía apetito, papá. La biografía de Benedetti está realmente interesante – Le contesté.

Por aquel entonces, Darío tenía unos cuarenta años. Siempre llevaba barba, y el pelo corto con un pequeño inicio de calva en medio. De joven había estado fuerte, pero ahora sus músculos, de los que aún se podía vislumbrar su enorme vigorosidad, estaban cubiertos por una capa de grasa que le causaba un leve sobrepeso. Era un hombre de caminar rudo, y mal hablante. Una voz rasgada, grave, que siempre soltaba tacos. Tenía unos pequeños ojos marrones, que parecían dos canicas.

Era verdaderamente extraño que mi padre estuviese hablando conmigo sin ningún tipo de interés. De hecho, creo que ese es el primer recuerdo de una conversación significativa que tengo con Darío. La comunicación entre él y yo era casi nula. Y por la cuenta que me traía, eso era lo mejor.

- Hoy he hablado con tu tutor, Leonardo.

Me hice el sorprendido.

- ¿Sí? ¿Qué te ha dicho? – Pregunté.

Darío manoseó la figura. Resopló, y luego dijo, casi susurrando:

- Me ha dicho que apenas te relacionas con nadie, y que no participas en clase. Dice que eso bajará tus notas.

No sabía porqué, pero parecía que el hecho de que aquello pudiera repercutir en mis notas era lo que menos le importaba a Darío.

- Intentaré participar más en clase – Dije, apesadumbrado.

Meditó durante unos instantes.

- Me alegra escuchar eso, Leonardo. – Se mordió levemente el labio – Pero, ¿por qué eres así, tan callado, tan… introvertido?

No respondí. No sabía qué decirle. ¿Por qué giraba la Tierra? Seguro que existía una explicación lógica, pero en ese momento no podía encontrarla.

- ¿Sientes que algo falla en tu cabeza?

- No. – Respondí.

- ¿Odias al resto de la humanidad?

Eso sí era cierto, pero esa pregunta estaba dentro del grupo de preguntas que Melissa siempre me dijo que contestara con una mentira. ¿Qué esperaba oír Darío? ¿Qué era lo que tenía que responder?

- Claro que no.

- ¿Amas a tu padre y a tu madre?

No, ni aunque pudiera amar.

- Sí, claro.

Un breve silencio. Notaba, sin mirar a sus manos, que estaba llenando de sudor el caballo de madera.

- ¿Alguna vez has pensado en matarme, Leonardo?

A todas horas. De mil maneras.

- ¿Por qué me haces estas preguntas, papá? – Pregunté, algo extrañado.

- ¡Responde la maldita pregunta! – Bramó.

¿De verdad pensaba que hablándome de esa manera me iba a hacer responder? Yo lo dudaba. Y no le temía.

- ¿Has bebido? – Pregunté, indignado.

Me golpeó. Y me tiró al suelo. Agarró mi cabeza con su enorme mano, mientras la mantenía quieta en contacto con el frío suelo. Ahora él estaba en una posición claramente dominante.

- ¿Qué falta de respeto es esta, Leonardo? – Gritó - ¡Que soy tu padre!

- ¿Ah, sí? – Dije, sin miedo, y totalmente desafiante - ¿Eres mi padre?

Noté, sin tener que mirarle, como las pupilas de Darío se empequeñecían en el universo de sus ojos. Noté el miedo expandiéndose por cada célula de su cuerpo. Noté la duda, fría y punzante como un puñal, danzando por su piel. Noté su cerebro, reflexionando, analizando las posibilidades de que yo, un crío de 16 años, pudiera saber toda la verdad, pudiera saber lo que debía hacer con su cuerpo, y el porqué. Los porqués.

Pero era harto improbable que un chaval como yo lo supiera. Y aunque lo supiera, era más difícil todavía que le pudiera hacer frente al fornido cuerpo de Darío. Todo eso, según la mente de Darío.

¿Qué miedo podía tenerle yo? No era el momento para él, y por eso era feliz. Daba igual lo que ocurriese esa noche. Yo no moriría.

- ¿Qué has dicho? – Dijo. El valor volvió a su cuerpo.

- Eso que has oído – Dije sin temor, con voz aguda, casi gritando – Si fueras mi padre jamás me habrías pegado.

Reía en mi interior sabiendo que le tendría engañado un par de años más. Rezaba porque llegara el momento de confesarle que yo sabía que él no era mi padre, y que, debido a su don, debía morir. Morir a mis manos.

- Y si tú le tuvieras un mínimo de respeto a tu padre, no le obligarías a hacerte esto – Estalló mi cabeza contra el suelo, rompiéndome la ceja. Me dio la vuelta, y con los ojos inyectados en sangre, y el rostro lleno de rabia, me gritó: - ¡Hijo de puta!

Comenzó a pegarme, sin parar. Yo ya estaba acostumbrado a aquellos golpes por parte de mi padre, así que aquello tampoco suponía un suplicio. No me defendí. Soltaba alguna sonrisa mientras la cara se me iba empapando de sangre. En el fondo estaba tranquilo porque sabía que Darío sufría más por dentro que yo al golpearme. Aquella rabia que sentía sólo era fruto de la cobardía que había caracterizado su oscuro pasado. Ese era un modo de ocultarla, enterrarla... hasta que volviera a resurgir. Hacía conmigo lo que no pudo hacer con su pasado. Porque yo era más débil... en ese momento.

A los cinco minutos, como siempre, llegaría mi madre. Nos encontraría allí y nos separaría. Como siempre.

Antes de irse, Darío me escupió en la cara. Yo permanecí tumbado en el suelo. Mi madre, tan aterrorizada como siempre estuvo mientras vivió con aquel ser primitivo, no le dijo nada. Se limitó a limpiarle en silencio las heridas de los nudillos en la habitación contigua. No me moví del suelo. En algún momento en el que Darío estaba distraído, me pasó un par de toallas húmedas por la puerta. Los ojos de mi madre, totalmente vacíos de vida, me miraron envueltos en un charco de lágrimas. Sabía que si me ayudaba, aquella paliza sería peor, y volvería a pegarme y, lo peor, la pegaría a ella.

Yo me quedé un buen rato, sonriendo, bien desorientado por los golpes, tumbado boca arriba. Con los brazos estirados, muertos. Mis padres estarían acostándose en esos momentos. Darío tenía que terminar el día sintiendo que tenía poder absoluto en casa, sobre mi madre, y sobre mí. Si mi madre se negaba a acostarse con él, a Darío, que ya había soltado el monstruo aquel día, no le importaría volver a hacerlo. Como no se oía ningún golpe, estarían follando. Eso no me hacía gracia, pero sonreía. Ya tendría tiempo yo de disfrutar.

Estuve más de una hora allí tirado. No tenía fuerzas para levantarme, aunque tampoco quería. Tenía las mejillas entumecidas. Notaba como los moratones iban aflorando. Mis dientes estaban completamente cubiertos por una fina capa de sangre roja, viva. Me dolía sonreír, pero lo hacía. Sonreía mirando al techo porque aquella paliza era una paliza menos.

miércoles, 5 de diciembre de 2007

A Cinco Días del Infierno.

- Hola, Leonardo.
- ¿Qué haces aquí? - Pregunté extrañado.
- Necesitaba verte... - Echó a llorar - Todo está siendo demasiado confuso...

No, no lo era. Ella no tenía ni la perspicacia ni las ganas necesarias para comprenderlo.

No tenía pensado verla nunca más. De hecho no sé cómo supo donde vivía ahora, no sé cómo contactó conmigo. No me quedaba otra que dejarle entrar. Ella, poco a poco, fue dando pasitos torpes y minúsculos cruzando la puerta. Su cara estaba llena de cicatrices. Se servía de un bastón para compensar la asimetría de su cadera. Ya no era la chica preciosa que había conocido años atrás.

- ¿Qué es lo que quieres? - Pregunté.
- Sólo... saber porqué no fuiste a su funeral. - Las lágrimas no paraban de caer. Sus ojos eran una fuente incesante de agua de mar - Lo supiste, Leonardo, lo supiste.... ¡Y ni siquiera fuiste capaz de ir! Podías al menos guardar un poco de respeto...

Callaba.

- Se supone que ocupaba un lugar muy grande en tu corazón... Aunque él te odiase, debías haber ido, Leonardo.

Comenzaba a sentirme algo incómodo. Algo llamado conciencia comenzaba a actuar en mi cabeza. Estábamos en el descansillo de mi nuevo hogar. Aquella era la vieja casa que Melissa había abandonado hacía 11 años. Seguía pareciendome igual de adorable.

Decidí que no era un buen sitio para hablar, y la invité al salón. Fui a la cocina y me encendí un cigarro. Comencé a preparar unas copas de Bourbon. De fondo, sólo se oía el sonido de un sollozo. Estaba algo nervioso porque los planes se habían torcido un poco y no notaba la satisfacción que cabía esperar. En ese momento, más que nunca, deseaba que Melissa estuviera allí. Tenía unas cuantas preguntas que hacerle.

Volví al salól. Le di su copa y me senté a su lado. Inhalé profundamente el humo del cigarro. Fue el último cigarro de mi vida.

- ¿Cómo te enteraste? - Me preguntó, algo más calmada.

Pensé.

- Lo leí en el periódico. Fue triste, muy triste.

Ella quería volver a llorar. Ella no me daba pena. Le había destrozado el corazón, una vez más. Y realmente no lo entendía.

- Fue un baño de sangre... ¿Quién haría algo así?

Sí, había sido un baño de sangre.

- ¿Y por qué haría algo así?

Esa era una buena pregunta.

- Es duro tener que lamentar la muerte de alguien que casi te mata - Decía entre sollozos - Pero nunca podré negar que le amé con todas mis fuerzas... Sólo yo tuve la culpa de todo lo que ocurrió.

No sabes cuánta razón tienes, Sonia

- ¡Quiero volver atrás! - Gritó.

Y yo, Sonia, yo también. Querría volver atrás sólo para evitar que conocieras a Pedro. Para evitar que os enamoraráis. Para que jamás nos hubiéramos acostado. Para que jamás te hubiera pegado. Para que nunca hubieras contactado conmigo. Y para que no me hagas plantearme a cada momento matarte para quitarte de enmedio.

Me miraba, profundamente. Yo mantenía el rostro totalmente inexpresivo.

- ¿Por qué le harían algo así? ¿Por qué le harían eso en la cabeza?
- Por mucho que nos lo preguntemos no daremos con lo que estaba pensando el asesino en el momento de hacerlo. - Dije - Es inútil hacernos más daño pensando eso.
- Pedro no tenía enemigos, Leonardo, algo tuvo que pasar. Tiene que haber alguna explicación lógica, Pedro no merecía aquello... - Dio un largo trago del bourbon, luego me miró - ¿Qué sabes de todo lo que ocurrió?

No tenía porqué mentir... completamente.

- Sé que encontraron a Pedro tumbado, en el suelo del salón. Totalmente desangrado, con un fuerte golpe en el cráneo tan profundo que había hundido sus sesos. - Carraspeé - Estaba envuelto en sangre. Los anlálisis de la policía científica ha podido determinar que mucho más de la mitad de la sangre que le envolvía no era suya, pero se encontraba corrompida por un antioxidante que ha imposibilitado la identificación del dueño de aquella sangre. - Me detuve. Pensé. - Se baraja la posibilidad de que hubiese habido un forcejeo y que el asesino esté gravemente herido, determinado por la gran cantidad de sangre que había en ese momento, pero el salón de Pedro estaba completamente en orden, no había señales de ningún tipo de pelea, ni de que el plan del asesino se hubiese visto trastocado. Todo apunta a que se trata de un ritual. Además, la cerradura no estaba forzada, quienquiera que entró allí lo hizo porque Pedro le dejó entrar, así que seguramente busquen a familiares, amigos y conocidos, que pudieran tener algo en contra de Pedro.

En este punto Sonia no paraba de llorar. Le había contado todo lo que había leído en el periódico, no todo lo que sabía. Sólo lo que ellos creían saber. Quizá pensaban que se trataba de la primera vez que lo hacía, y estaban muy equivocados. Pedro cerraba un círculo, y como tal, se merecía la perfección más infinita.

- ¿Han hablado contigo? - Le pregunté.
- ¿Quiénes?
- Los policías.
- No, aún no. Mañana tengo que ir a prestar declaración...
- Preferiría que jamás les hablases de mí. - Espeté.

Sonia se extrañó.

- ¿Por qué? - Preguntó.
- Pedro jamás le habló a nadie sobre mí. Tú sólo me conociste porque era inevitable, porque adentraste en el tema personal de Pedro. La relación que mantuvimos fue muy íntima siempre, y prefiero que, por respeto a sus deseos, permanezca así. No cuentes nada de lo que pasó entre nosotros, ¿de acuerdo?

No me obligues a matarte, Sonia. No tengo demasiado tiempo.

- Como prefieras, Leonardo.
- Gracias.

Podía presumir de que, en ese preciso momento, yo era el hombre más poderoso del mundo. No era algo que persiguiera, pero no puedo evitar decir que era algo que me llenaba de satisfacción. Comenzaba a meditarlo todo y la verdad es que las cosas habían ido, dentro de lo que cabia, muy favorablemente. 34 años. 23 habían pasado desde que conocí a Melissa. Exactamente 11 desde que Melissa se fue. Era curioso que mi vida realmente comenzase 11 años después de nacer, cuando conocí a Melissa, y que, casualmente 11 años después de que Melissa desapareciese de la faz de la Tierra, mi vida acabase.

Terminé el cigarro, lo apagué. Di un sorbo del bourbon, y miré a Sonia. Aún conservaba algo de belleza, y seguro que su espalda, pese a la paliza de Pedro, se mantenía intacta. Tuve una ligera tentación y, dado que me encontraba, por primera vez en 20 años, libre de tensiones, decidí dejarla correr.

Aquel día perdí mi [oculta] virginidad. Aquel día fue la primera vez que mantuve una relación sexual puramente por placer.

Teniendo a Sonia delante, mascullando, llorando... recordé la última vez que estuve con ella, el día que nos acostamos. Ese día también lloraba, y sus ojos tornaban preciosos cuando se volvían tan cristalinos. Me sorprendí a mi mismo sintiendo cierto deje, cierto ápice de cariño hacia Sonia. Quería acostarme con ella. Esa era la frase. No se trataba de un "Quería acostarme con ella para..." Simplemente quería penetrar mi sexo en su interior y que se mojara, se embargara de su calidez. Sentí cierta decepción, porque tras años y años de crueldades y frivolidades, por primera vez me sentí humano en el más puro sentido de la palabra. Si aquello hubiera podido tener un nombre, la palabra "sentimiento" se le habría acercado muchísimo.

Decidí acostarme con ella y disfrutar la noche. No estaba asustado ni nervioso por ver lo que decía Sonia. En realidad, no dependía completamente de ella si decidía acostarse conmigo o no. Yo tenía todas las cartas bajo mi mano. Yo y mi don. Sólo teníamos que jugarlas a nuestro antojo.

Aquello me daba libertades absolutas para poder manejar el curso de los acontecimientos. Si había algo que jamás podría adulterar, se trataba del azar. Pero todos sabemos (y el que no lo sepa no merece vivir) que, en el sexo, el azar no juega ningún rol.

Decidí atacar. Medía hora después Sonia respiraba apresuradamente mientras su espalda tornaba curva en la cama, y yo le arrastraba los pantalones por sus piernas. Acaricié cada parte de su cuerpo, mis manos corrieron por toda su piel, suave como la seda, ejerciendo más y más deseo en su sexo. Sus bragas parecían recién sacadas de la lavadora, y no precisamente porque estuvieran limpias. Sonia desnuda ante mí, su sexo esbelto y sudoroso esperando mi penetración. Y mi sexo completamente erecto, más firme y duro que nunca, para mi sorpresa. Realmente quería disfrutar aquella vez.

Cuando la penetré, Sonia cerró fuertemente los ojos y una lágrima recorrió toda su mejilla hasta parar a la oreja. Lloró. Me miró.

- ¿Eres real? - Me preguntó.
- Claro - Sonreí.

Seguía llorando.

- ¿Por qué siento todo esto cuando estoy contigo... y cuando estás no queda nada?

No supe realmente qué responder.

- Os impresiono sólo por lo que inspiro ser. Os gusto sólo porque soy enigmático, porque soy algo que no comprendéis, ni llegaréis a hacerlo. Sólo creéis amarme porque hay algo más allá, lejos de vuestro entendimiento, que es distinto a todo lo que conocéis. Porque hay algo, inexplicable, en mí, que os embriaga. Porque realmente soy el único ser humano que tiene en cuenta todos sus factores y no se equivoca. Pero en realidad no os gusta, ni os gustaría, quién soy, porque más allá de esta máscara que veis, no hay nada interesante, ni factible, ni palpable, ni visible... Estoy vacío. - Dije - Nada que ofrecer.


Realmente me dolió decir todo aquello. Sentí una punzada en el corazón. En ese momento de debilidad humana, me sentí como un títere. Siempre hice aquello que creí que debía hacer, porque era el único capacitado para ello, pero en realidad, yo mismo, no era nadie. No había nada dentro de mí que pudiera significar nada para nadie. Había adoptado esa postura de no amar a nadie... que tampoco me amaba a mí mismo. Si podía utilizar el verbo amar, sólo amaba los objetivos que debía cumplir. Objetivos que, una vez cumplidos, no me llevaban a nada salvo a mi última misión. Objetivos que, una vez cumplidos, desaparecían, y ya no podía amarlos. ¿Qué pasaría cuando cumpliera mi última misión? ¿Qué objetivos tendría entonces? Sabía que las consecuencias de cumplir mi última misión cambiarían el orden de las cosas y el significado del propio universo pero... ¿acaso aquello me importaba? Mi poder sólo vaciaba mi interior.

- ¿Qué piensas? - Me preguntó Sonia, sacándome de mi ensimismamiento.

Dejé de mirar al vacío. La miré a los ojos.

- ¿Estás llorando? - Me preguntó.

Me limpió las lágrimas. Me abrazó. Mi sexo estaba dentro de ella. Aquel abrazo me reconfortó, y sentirme dentro de su cuerpo hacía que sintiera una sensación extraña. En unos minutos se me habían planteado un millar de dudas que debía reflexionar más tarde. Con Sonia allí delante habría sido un peligro.

- Leonardo, deberías ponerte el condón - Me exhortó - La última vez que lo hicimos fue mucha suerte que no ocurriera nada.

Sonreí.

- Soy estéril, Sonia.

Se sorprendió.

- ¿En serio?

No tenía porqué mentirle.

- En serio - Dije.

Mi semen, como yo, estaba carente de vida. No era algo físico, mi semen no podía crear vida.

Hicimos el amor. Varias veces. Ella lloraba cada vez que le invadía el interior de mi líquido. Mi semen era totalmente frío, casi helado. Al chocar mi semen con las paredes de su útero, Sonia sintió un escalofrío, los vellos de su cuerpo se erizaron como escarpias, sus ojos se quedaron vacíos por un momento. Era como notar la muerte atravesando tu cuerpo. Sonia jamás sabría porqué era, pero yo sí lo sabía. Ese era mi semen y era el representante de mi ser. Viscoso, blanco como la nieve, de una pureza infinita, mis espermatozoides estaba más sanos que los de ningún otro. Pero siempre, dentro de su útero, morían. Morían cuando tocaban algo vivo, algo que no eran como ellos. Sólo podrían engendrar a alguien que fuera como yo, y así no existía nadie. Esa sensación que Sonia experimentó fue de lo más agridulce. Un semen frío... frío e impasible como la muerte y el tiempo.

Nos quedamos en la cama, horas después, despiertos, oyendo la respiración del otro. Totalmente a oscuras.

- La semana que viene veré a mi padre. - Dije en la oscuridad.

Sonia se puso de lado, y me miró.

- Pensé que tu padre estaba muerto.
- Y así es - Respondí. Yo me encargué de ello. - Voy a ver a mi padre biológico.
- Oh...

Sonia no sabía que yo era adoptado. Nadie más que yo y Melissa lo sabíamos.

- A Leonardo Stigliari Sénior.
- Tendrás ganas....
- Infinitas - Dije. Aquel hombre era el único que podía sacarme los nervios a flor de piel, el único que me hacía dudar y equivocarme. Sería un encuentro magistral, última prueba para demostrar todos los conocimientos, habilidades y dones adquiridos en los últimos 20 años.
- ¿Qué le dirás?

No apartaba mi vista del techo.

- Todo lo que pienso, siento y he hecho. - Me sinceré - He esperado mucho este momento.
- Es normal...
- Será algo excitante.

Y tanto.

Sólo me quedaban cinco días de vida.